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En la era de los “likes” (me gusta), “shares” (compartidos) y “followers” (seguidores), parecería un suicidio digital y social querer desaparecer de internet. Pero querer no es lo mismo que poder, y hoy más que nunca el debate sobre la protección de datos, la privacidad y el derecho a la intimidad y al anonimato, no solo está vigente, sino que se antoja necesario. Las teorías conspiratorias sobre espionaje gubernamental, así como la sospecha de que nuestros dispositivos móviles nos “escuchan”, alimentan la discusión. En su obsesión por obtener máximas ganancias, los desarrolladores mejoran los algoritmos para vendernos toda clase de productos cada vez que accedemos a una App. Incluso se sospecha que Whatsapp, una de las aplicaciones más utilizadas en el mundo, puede intervenir las conversaciones con el fin de obtener información sobre nuestros gustos, preferencias y opiniones, para luego posicionar “discretamente” diversos productos y servicios en nuestras cuentas de Facebook, Twitter o Instagram. Pero ¿qué sucede cuando las grandes corporaciones digitales no necesitan espiarnos, ya que somos nosotros los que voluntariamente regalamos nuestros datos? Todos los días subimos fotos, enviamos mensajes de texto, publicamos nuestra ubicación, compartimos nuestros gustos, problemas y opiniones en decenas de plataformas digitales y redes sociales vistas por un pequeño número de amigos, uno que otro familiar y cientos de miles de perfectos desconocidos, sin dimensionar el costo a mediano y largo plazo de esta renuncia voluntaria a la privacidad denominada huella digital.

Abrí mi cuenta de Facebook en octubre de 2007, lo que significa que hace más de 15 años que comparto información en esa plataforma. Si “googleo” mi nombre, aparecen 986 resultados entre imágenes, artículos, menciones, etc. Todavía es poco probable encontrarme fotos en la red de cuando era un bebé, pues nací un par de años antes del surgimiento de internet (1981) y mis padres no tuvieron la oportunidad de atiborrar su red social de imágenes presumiendo a su retoño. Sin embargo, quienes nacieron a partir de febrero del 2004 (año de lanzamiento de Facebook), no corrieron con la misma suerte. Año con año, generaciones son lanzadas, desde pequeños, al océano de sobreexposición digital del cual, probablemente, nunca saldrán.

¿Es posible desaparecer de internet? En marzo de 2014, el Parlamento Europeo aprobó una especie de ley de protección de datos denominada “Derecho al olvido”, la cual ha ido evolucionando hasta considerarse un medio para poder borrar, o por lo menos, desvanecer nuestra huella digital. Actualmente es posible solicitar, mediante un formulario, la eliminación de nuestros datos, pero esto únicamente desaparece nuestro nombre de un motor de búsqueda como Google, quedando la información “en línea” en las páginas web y sitios donde se haya almacenado. Tal vez sea momento de replantear qué tan pertinente es exponer en internet nuestra vida privada y la de las siguientes generaciones. En lo particular, no es que quiera borrarme de la red ahora mismo, simplemente quiero asegurarme de que algún día podré hacerlo.

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