|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Hace unos días hablamos sobre que existen diversos problemas a la hora de entender nuestra Constitución y cuáles son los límites que dibuja para el ejercicio del Poder (que se divide en tres) del Estado Nacional. Habíamos dicho que, en realidad, no hay reglas muy claras para la aplicación de determinados mecanismos constitucionales y la resolución de sus problemas -el choque entre Poderes, por ejemplo-, y que esto debía a veces depender de la interpretación de la Carta Magna, tarea que esencialmente corresponde al Poder Judicial de la Federación, cuyo máximo órgano es la Suprema Corte de Justicia.

Decíamos también que tendríamos qué pensar en las consecuencias de, por ejemplo, aprobar reformas que vulneren derechos humanos (pusimos el ejemplo de permitir la esclavitud) sin que existan mecanismos que permitan revertirlas o tan siquiera revisarlas. Pero, ¿acaso no debería permitirse cualquier clase de reforma aprobada por el legislativo, siendo este la representación política del pueblo? Para una gran parte del mundo jurídico, no.

Muchos teóricos del constitucionalismo sostienen que existen unos principios constitucionales inamovibles e irreformables: las llamadas “cláusulas pétreas”. Estas normas representan el espíritu “original” de la Ley Suprema concebida durante el Congreso Constituyente Originario que dio vida y forma a la Constitución. En nuestro caso, sería afirmar que el Constituyente de Querétaro de 1916-1917 promulgó la hoy Carta Magna con determinados valores fundamentales para el nuevo Estado posrevolucionario. Para algunos constitucionalistas, cambiar estos principios sólo es posible mediante la promulgación de una nueva constitución con valores propios.

El artículo 39 de la Constitución, altamente citado de forma errónea e inexacta, dice, en pocas palabras, que la soberanía y el poder se originan en el pueblo, y que éste puede modificar su forma de gobierno en cualquier momento. Pero luego el artículo 40, igual de constitucional que el 39, dice que es voluntad del pueblo constituirse en una “República representativa, democrática, laica, federal”, e inmediatamente el 41 de la Constitución señala que la forma en que ejerce esa soberanía el pueblo es a través de los Poderes de la Unión. Es decir, ya hubo una manifestación primigenia de la ciudadanía para someterse a estos principios e instituciones. Esas, por ejemplo, podrían considerarse cláusulas inamovibles de la Constitución, pues modificarlas implicaría necesariamente desvirtuar los principios esenciales instituidos por el Constituyente Originario en su idea de Nación Mexicana. Claro, también caben en estos principios cuestiones torales como la defensa de los Derechos Humanos. Pero, ¿dónde está el límite? ¿Convendría o no poner textualmente la existencia de cláusulas estáticas y eternas en la Constitución? El debate continúa; al fin y al cabo, de eso se trata el Derecho. Ya en otra ocasión nos ocuparemos, por cierto, de tratar de definir a quién o quiénes corresponde la toma de estas decisiones.

Lo más leído

skeleton





skeleton