Una casita en el campo
Julia Yerves Díaz: Una casita en el campo.
Las casas, como los humanos, tienen su propio olor. Algunas, en defensa de la limpieza y la buena presentación, son procuradas con aromatizantes, líquidos para trapear, flores y velas. Otras, angustiadas por el paso del tiempo, la humedad que muerde sus paredes y la ausencia de una mano amiga, despiden un olor a tristeza; a olvido, a no querer estar ahí.
En mi barrio, primer cuadrante de la ciudad, los olores invaden al transeúnte y a tiempos los acarician porque la distancia entre la acera, la puerta y la calle, es de apenas unos metros, a veces centímetros. Si transitas por la mañana huele a café, a pinol verde, a puerta cerrada, a lentitud. Por el medio día, los aromas a comida se hacen presentes incitando a una invitación improvisada. Por la noche, la calma, el final de la rutina y la cena simple, expiden un olor a tiempo cumplido, a hora de descanso.
Hablar de hogares es hablar de personas, de sueños y dificultades, de tiempos pasados y presentes. ¿Qué hay de aquellos hogares que aún no poseemos y se convierten rápido en obsesión onírica?
Émile Zola, en su cuento “Una casita en el campo”, busca defender la idea del esfuerzo para lograr la estancia anhelada e ideal. ¿Ideal para quién? Ciertamente no para todos, pero sí para muchos. Imagina una casa fuera de la ciudad, con estanque, espacio suficiente para sembrar y cultivar, una vista hacia la ciudad que no invade, un ritmo lento y apacible que da señas de tranquilidad posible.
Esta es la casa en el campo que Gobichon ha logrado comprar después de muchos años de privaciones y sacrificios. Para él es perfecta y la usa para escapar de París en los primeros instantes del atardecer de los viernes para regresar en los domingos por la noche. Es su sueño, una fortuna en vida, su espacio personal en el mundo.
La casa es vieja, el estanque descrito está totalmente seco, la tierra, aún considerada como tierra de ciudad, es infértil y dura. La ciudad se percibe desde su terraza, el humo de las fábricas llega para cortar con la pureza de un campo citadino. En una ocasión, por azar una lechuga creció en un lugar inesperado y Gobichon invitó a treinta personas para celebrar dicho suceso y la promesa de su vida en el campo.
No es una casa perfecta, pero es su casa, y la ha logrado. Y como diría Montaigne: “Mi hogar es mi lugar de retiro y descanso de las guerras. Intento mantener este rincón como un refugio contra la tempestad exterior, mientras hago otro rincón en mi alma”.