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La construcción de la política ambiental mexicana, que había comenzado desde la década de 1970, encontró una coyuntura crítica que cambiaría su esencia en la década de 1990. Esta reconfiguración se desarrolló en el contexto de dos sucesos internacionales: la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en Río de Janeiro, en 1992, y la apertura de México al libre comercio, en especial el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

La Conferencia de Río diseñó el Programa 21, que incluía acciones claras para alcanzar el desarrollo sustentable; además de cuatro temas prioritarios (cambio climático y ozono, biodiversidad, desertificación y manejo de residuos), que dieron origen a regímenes internacionales basados en convenios y en reuniones periódicas en el marco de Naciones Unidas. Un aspecto básico que hizo posible esta conferencia fue la transferencia de financiamiento para operar el Programa 21 y los regímenes especializados.

La creación del Fondo Ambiental Global (Global Environmental Fund-GEF) fue uno de los aciertos de la gobernanza ambiental de esa época. Estos fondos serían administrados por el Banco Mundial, el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud). Esta inercia global hacia el desarrollo de políticas ambientales nacionales incluyó a México, país que firmó la mayoría de los convenios y desde ese entonces ha participado activamente en convenciones y conferencias internacionales.

Por ejemplo, ratificó el Convenio de Basilea sobre el Control de los Movimientos Transfronterizos de Desechos Peligrosos en 1991. En 1993, firmó y ratificó la Convención Marco de Naciones Unidas sobre la Diversidad Biológica y la Convención Marco de Naciones Unidas para el Cambio Climático (que derivó del Protocolo para la Protección de la Capa de Ozono de 1987).

Finalmente, en 1994 ratificó la Convención internacional de lucha contra la desertificación en países afectados por sequía grave o desertificación. A partir de entonces, México participaría en todas las Conferencias de las Partes (COP) y reuniones llevadas a cabo en estos regímenes. Sin embargo, la política exterior en materia ambiental tenía que estar apoyada por instituciones y legislación domésticas para lograr ser operativa.

Además, estos convenios ambientales internacionales tenían que ser equiparados con la nueva integración regional de libre comercio en la que México estaba inmerso. El tema ambiental por sí sólo no fue una prioridad en la integración regional, sin embargo, gracias a la presión de grupos ambientalistas, en especial estadounidenses, se logró la institucionalización del tema a través del Acuerdo de Cooperación Ambiental de América del Norte (Acaan).

La firma de este Acuerdo, en 1994, impulsó al gobierno de Ernesto Zedillo a reformar la política ambiental con la que se contaba entonces. Cabe recordar que el Acaan es un acuerdo “paralelo” al acuerdo comercial y, como tal, su cumplimiento no era fundamental para la integración comercial.

En otras palabras, el Acann no cuenta con mecanismos para sancionar a las partes, sino sólo para dar recomendaciones; la cooperación ambiental, en este sentido, encuentra su límite en la soberanía de los tres Estados parte.

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