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No soy adivino, ni pretendo serlo. Ahora que estoy sentado escribiendo esta columna es jueves, misma que tú estás leyendo seguramente en viernes, pero el contexto aún más extenso nos dice que este sábado alguien va a perder. Yo entiendo que es un simple partido de futbol en el que nuestro equipo, ese al que amamos y odiamos en épocas mundialistas, se enfrentará al de Argentina, conjunto amado y odiado igualmente en su país.

Creo que es prudente compartir que los últimos años me he sentido un tanto indiferente hacia el futbol, que hay algunos jugadores de nuestro equipo a los que nunca había visto antes, incluso me atrevería a decir que no sólo es la indiferencia, sino la falta de fe la que me sorprende porque sospecho que más de una persona se sentirá como yo. Y muy a pesar de todo eso, hay una realidad irrefutable presionando contra mi pecho: me choca perder contra Argentina.

Nadie quiere perder, pero todos perdemos. Tarde que temprano y con más frecuencia de la que nos gustaría admitirlo.

Desde niños nos enseñan que hay que ganar en lo que sea. Desde tener las mejores calificaciones o ganar el concurso de declamación hasta las actividades más triviales como terminarse la sopa o lavarse los dientes vienen siempre con el aderezo de la victoria, de la perene competencia contra quien sea que está a nuestro alrededor. La vida entonces se trata de competir en todo. Queremos que gane nuestro equipo, nuestro artista, nuestro candidato y por supuesto queremos ganar en todo, hacer de cualquier cosa una victoria para la vitrina de nuestro ego.

Bajo este escenario, en donde sea que exista un resultado positivo hay un ganador y por ende del otro lado de ese espectro hay un perdedor. “Perdedor” pasa de ser un simple sustantivo a un adjetivo, calificando con un contexto tan negativo, que tiende a ser utilizado como insulto.

Lidiar con el fracaso es una de las cosas con las que batallamos más a lo largo de nuestra vida. ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo?

Enfrentar la adversidad es parte del camino y no un punto final para el mismo. Toparte de frente con un fracaso en cualquier área de la vida puede ser el punto de inflexión que te permita el mejor descubrimiento o el mayor de tus logros. La capacidad de replantear, reenfocar y reintentar las cosas nace de la derrota, pero es también la fuerza que impulsa nuestro viaje.

A estas alturas deberíamos de estar acostumbrados a perder, no porque sea algo bueno, sino porque es una parte inevitable del camino. Porque es señal de que estamos vivos e intentando cosas y nadie debería de cargar con el exceso de equipaje que implica la connotación negativa del término.

Competir, ganar, todo eso está muy bien. Es parte de lo que somos. Naturaleza humana. Sin embargo y a pesar de experimentarlo una y otra vez, perder nos duele. Nos duele, aunque sea absurdo, contradictorio e irracional. Como también somos nosotros mismos. Tú, yo y los demás. Tan absurdo como lo doloroso que puede ser perder contra Argentina en lo que debería de ser un simple partido de futbol.

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