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Nuestras pequeñas violencias se pueden evidenciar de muy diversas maneras: es violencia la que sufre una mujer enferma ante las palabras hoscas y desconsideradas o las miradas de burla del médico en turno en un hospital de asistencia pública; violencia es la que desayunan, almuerzan y cenan los hijos de aquella madre que, justa en sus solicitudes, las adereza con gritos, amenazas e insultos.

El origen de estos pequeños venenos tal vez sea la muy recurrente tendencia a valorarse a uno mismo en exceso, esta muy humana tendencia a atribuir certificado de pertenencia a todo aquello que nuestra voluntad desea, el hecho de dar por sentado que todo lo que tengo me lo merezco, cuando en realidad es la vida la que en muchas ocasiones inmerecidamente nos brinda todo; si en realidad a cada uno de nosotros la vida nos tratara con justicia y nos diera lo que realmente merecemos, ¿cuántos de nosotros no tendríamos que andar desamparados por este mundo?

Estas pequeñas violencias nacen de nuestra firme creencia de merecer todo sin excusa ni límite, nos endiosan haciéndonos creer que nuestra voluntad tiene lugar de privilegio entre los hombres, nos aíslan cuando sin consideración alguna las dirigimos contra aquellos que amenazan nuestra voluntad y deseos, nos insensibilizan cuando somos capaces de repartirlas a diestra y siniestra sin objeción alguna y siempre que sirvan a nuestros propósitos, anhelos y deseos.

La oportunidad de hacer el bien que nuestra violencia nos roba se pierde para siempre, podrán existir otras oportunidades, pero aquella que dejamos ir se ha perdido, nadie podrá recuperarla y nadie podrá hacerla fructificar; es común que aun el bien que hacemos se escape a nuestro entendimiento. Recuerdo bien el caso de un maestro que, regresando a su casa una noche después de un arduo día de trabajo, recibió una llamada de una mujer, madre de uno de sus alumnos que a su vez había sido su alumna en la universidad, una mujer cercana a los cuarenta que había estudiado una licenciatura. Le dijo que a esa hora estaba saliendo de su examen de grado de maestría y que había estudiado porque él había sido su inspiración, ya que había estudiado dos maestrías y un doctorado, todo ello después de los cuarenta años, esa noche y muchas más el maestro se acostó con felicidad, mucha paz y agradecimiento en su corazón.

La redención de nuestras violencias de todos los días se encuentra en algo llamado empatía, algo que hace dos mil años ya alguien había definido como amar al prójimo como a ti mismo. Solo en el aprecio del valor del otro, en el reconocimiento y aceptación de la dignidad de todos los hombres y mujeres que nos rodean encontrará el veneno de nuestras violencias cotidianas su justo antídoto.

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