Los mil y un velorios
Aída López: Los mil y un velorios
Cabría imaginar un mundo en el que jamás haya habido asesinatos. En un mundo así, ¿cómo serían los otros crímenes?
A Elías Canetti
A más de un siglo, la nota roja ha ido transformándose hasta convertirse en materia prima para los géneros literarios. El asesinato por su estética lo considera una de las Bellas Artes Thomas de Quincey, pues la ejecución requiere más que un par de tontos despistados, es necesaria una composición que tome en cuenta la disposición y la disponibilidad del objetivo, la luz y la sombra, entre otras consideraciones. Ya perpetrado puede llevarse a terrenos artísticos.
La nota roja no fue cultivada en sus inicios por la literatura, sino por los autores de los corridos y los grabadores, apunta Carlos Monsiváis en “Los mil y un velorios. Crónica de la Nota Roja en México”; más adelante los sustituyó la fotografía.
El grabador de la hoy afamada Catrina, José Guadalupe Posada, a finales del siglo XIX y en los albores del XX, convirtió los hechos de sangre en expresión artística, transfigurando su naturaleza social en arte. Sus publicaciones en las “Gacetas Callejeras”, del editor Venegas Arroyo, ilustrando los corridos, no mediaba diferencia entre lo que pasaba y lo que debería pasar.
El transito metafórico permitía que el horror se convirtiera en leyenda doméstica cuando se olvidaba a las víctimas, despersonalizando el homicidio hasta quedar en el asombro del relato que iría contándose de generación en generación. Cultura oral que a partir del grabado limaba las diferencias entre el asesinato, la leyenda y el milagro.
A través de la seducción del arte es que, al ritmo de “El limoncito”, el 17 de julio de 1928 asesinaron a balazos al “Manco de Celaya”, Álvaro Obregón, en medio de un banquete en el restaurante “La bombilla”, en el barrio de San Ángel. El cristero José de León Toral se acercó con el pretexto de realizarle una caricatura después de bocetar a otros de sus acompañantes políticos. Le disparó en el rostro mientras le enseñaba el que había dibujado en el papel, para continuar perforando la espalda y rematar en el muñón. Seis tiros que abatieron al general al instante.
“La muerte es democrática, ya que, a fin de cuentas, güera, morena, rica o pobre, toda la gente acaba siendo calavera”. El virtuosismo criminal devino estética del derramamiento de sangre cuando el artista examinó los aspectos escénicos de los distintos crímenes en sus matices, de manera similar al embelesamiento que le provocaba la copiosa efusión en una pintura.
Un pacto entre el creador y su público, quien le daba licencia para mentir, a sabiendas de que lo único verdadero eran los muertos. En este desafortunado filtro se excluyeron los asesinatos individuales para dar notoriedad a la deshumanización en masa de las batallas, celadas, fusilamientos, duelos, afrentas y arrebatos de cantina. La nota roja pervive pues, como dijo Carlos Monsiváis, para el público es una de las prolongaciones del sentido de la religiosidad popular. Un exorcismo contra la violencia.