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La muerte es inherente a la vida, eso parece una verdad de Perogrullo –mi muy querido y muy recurrido maestro-. Se trata de un ciclo que se cumple implacable: naces, creces, te reproduces (las más de las veces) y mueres. En ocasiones alguien te recuerda y pide a Dios o al universo por tu descanso eterno, o si eres muy famoso o muy poderoso, te hacen una estatua o un palacio para “memoria eterna” de tu paso por este plano existencial que llamamos mundo.

Todas las culturas tienen un sitio especial para la muerte y los muertos y los pueblos de Mesoamérica –con matices, pero fundamentalmente con un mismo sustento mágico-religioso e inclusive familiar y amoroso- no son la excepción. Entre los mayas, por ejemplo, la costumbre era que, si el personaje muerto era un noble o sacerdote, se le hacían velaciones a las cuales –como dice Thompson- se invitaba a los dignatarios de las regiones circundantes. Al cadáver se le ponía además una cuenta de jade en la boca para pagar el peaje al inframundo.

Luego de la velación, se llevaba en procesión el cadáver, ricamente ataviado, hasta el sitio destinado a su última morada, y en el séquito iban esclavos (algunos “regalo” de sus vecinos poderosos), mujeres (para que le cocinen en el más allá) y hasta su perro favorito. En el monumento funerario se ponía el cadáver y luego se sacrificaba a quienes lo acompañarían en el viaje al Metnal (que no es ni se parece al infierno cristiano). No había ni remotamente la idea del castigo y el tormento en las llamas eternas.

La gente común (los maceuales) enterraba a sus muertos en el piso de sus casas o en el patio envueltos en esteras. Le ponían en la boca granos de cacao y de maíz para que se alimentara durante el viaje y a

veces sacrificaban a su perro para que lo protegiera en su caminar hacia el sitio donde seguiría viviendo. Al enterrar sus cuerpos en las propias casas se pretendía mantener un vínculo con ellos, reconocer que la vida presente esta fundada en los hechos del pasado y “configurar una suerte de memoria social que permitía aglutinar alrededor de un origen común a los miembros de la sociedad” (Arqueología Mexicana).

En alguna regiones se acostumbraba cortar la cabeza del cadáver, darle cierto tratamiento y conservarla dentro de la vivienda en una urna para rendirle culto en las fechas señaladas para la festividad en honor de los muertos, que siempre estaba relacionada con los ciclos agrícolas.

No había nada de terrorífico en las ceremonias en honor de los difuntos, cuyas dos divinidades eran Cimí (o Ah Puch, la descarnada) y Cizín, al que los evangelizadores parangonaron con el diablo, aunque no tuvieran nada en común (ver Los Mayas de Jacques Soustelle).

Los inventos de calaveras pintarrajeadas y otras barbaridades que se les quieren atribuir a los mayas son, en realidad, adulteraciones culturales que en nada abonan al conocimiento de la cultura que vivió (y vive) en esta planicie rocosa. ¡Mueran las calaveras carnavaleras!

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