Nuestro pasado es un gran televisor
La selva del gato, columna de Rodrigo Ordóñez Sosa.
Antes del auge de las redes sociales y las plataformas de distribución de contenido audiovisual en Internet, la mayoría de los que nacimos en el siglo XX lo hicimos al amparo de la televisión, que era el objeto que definía cómo se iban a acomodar los muebles en la sala, mientras quienes tenían la oportunidad de tener más de una, moldeaba la orientación de otros espacios como las camas o hamacas en las habitaciones o la mesa de la cocina.
Muchas veces, la televisión imperaba sobre los horarios de comida, la tarea y de sueño los fines de semana, porque había pocas opciones de esparcimiento o el presupuesto familiar era muy limitado.
En nuestra infancia, ese artefacto irradiaba una luz sobrenatural en las noches, donde era lo único que iluminaba gran parte del cuarto, sólo ella tenía permitido hablar en las reuniones familiares, así como te ayudaba a dejar atrás la realidad mostrándote un mundo diferente, aunque carcomía gran parte de la imaginación, no por ello perdía su poder de llevarte por otros caminos que no sean mirar lo que estaba a tu alrededor.
Paulatinamente, la televisión se enmarañó tanto en nuestro pasado que es imposible tratar de recordar alguna escena familiar sin vincularla a una serie, un programa o un momento en el tiempo, dejando su huella luminosa como un telón de fondo cuando visitamos nuestros recuerdos o cuando tratamos de referirnos a un momento en particular, acabamos con la frase: recuérdalo, estaban pasando en ese momento el programa tal o la novela aquella.
En este último año miré muchos puntos ciegos en mi memoria, tenía varios espacios perdidos en mis recuerdos o se enredaban con otros, dejándome como única alternativa visitar esos programas para que disparen algún interruptor interno que los regrese del olvido, llevándome a las películas de Pedro Infante que cada domingo transmitían, que mi Abuelo Manuel, mi Abuelita Estelita, mi papá y yo veíamos los domingos cuando trabajamos en el balneario, dándome nuevamente pinceladas de sus rostros, sus gestos, su voz y las palabras, sobre todo cuando veíamos “¡Ahí viene Martín Corona!”, que ese título hizo que el primer libro que compre se llame igual, una novela de detectives.
También me recordó los debates que existían sobre la influencia de la televisión, la forma en que construía una sociedad con valores duales: buenos contra malos, la noción de héroe histórico, la bondad y la maldad ligadas a cualidades estéticas en las novelas, con protagonistas hermosos contra antagónicos poco agraciados, por eso la novela “Cuna de Lobos” dejó una marca indeleble, Catalina Creel puso un rostro a la maldad, su parche y su rostro adusto reflejaban todo lo negro que tenía en su interior.
Afortunadamente o no, lo blanco y lo negro quedaron atrás, ahora es un mundo con una interminable escala de grises, que nos mantiene en un constante desconcierto.