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Cuentan que en el Océano Atlántico, frente al Estrecho de Gibraltar y cerca de donde se pensaba que terminaba el mundo, había un árbol al cual describían como descomunalmente grande y muy extraño. Así lo expresó Sean McDughann, investigador especializado en mitología del mar.

Agrega que, en las noches de luna nueva, el árbol se acercaba a la costa. En la línea del horizonte, aparecía como una mancha negra que se deslizaba lentamente. Cuando los antiguos marinos veían esa sombra, entonces sabían que habían contemplado el misterioso árbol.

Era tan grande que, según el escritor militar y naturalista Plinio el Viejo, no hubiese podido pasar a través del Estrecho de Gibraltar. Este árbol tenía algo de animal, pues sus raíces parecían garras poderosas con las que se aferraba al fondo. Por eso los vientos huracanados y las tempestades no lo podían desprender. Pero si él quería, podía trasladarse a su antojo. Quizá por esto ninguna expedición moderna ha logrado encontrarlo en donde antiguamente dijeron haberlo visto.

El rugoso tronco se elevaba semejando un gran edificio. Cuando el mar estaba en calma, lo más alto de su copa se veía entre las nubes. Las enormes ramas del árbol marino se extendían a lo largo de centenares de metros, como si fueran los brazos de un gigante sosteniendo el cielo. Entre el follaje vivían animales muy extraños y de proporciones descomunales: lagartijas del tamaño de cocodrilos que se alimentaban de las hojas del árbol; hormigas con ojos verdes que comían lagartijas; ratas lilas voladoras que sólo vivían de los huevos de hormigas. Miles de aves de las más increíbles especies: pájaros tiburón, que acostumbraban vivir la mitad del año bajo el agua; buitres azules cubiertos de escamas, pájaros carpinteros con tres cabezas; palomas naranjas de seis patas y unos pajarillos con cabeza de niño, que siempre cantaban una melodía triste capaz de hacer llorar a quien la escuchara. También había murciélagos dorados como los rayos del sol.

Las hojas del árbol parecían aletas de pez y en la punta de las ramas más pequeñas crecían unas flores semejantes a los erizos de mar. Cuando los pétalos de estas flores caían, salía el fruto, que era una rueda carnosa y grande en cuyo centro había un ojo. A medida que el fruto maduraba, el ojo cambiaba de color. Primero azul, luego verde y finalmente castaño oscuro. Así, a principios de verano, el árbol parecía iluminado con millones de ojos que se agitaban parpadeando y brillaban, sobre todo en la noche. Dicen que si alguien se atrevía a comer tres de esos ojos crudos, con los suyos cerrados y la mano izquierda puesta en el corazón, esta persona podría adivinar el porvenir. Esto hizo que muchos hombres fueran mar adentro en busca del árbol marino, aunque ninguno regresó para contarlo.

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