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Quedan postergadas las palabras dictadas por la conciencia, se nublan frente a la invasión asfixiante que agolpa la memoria; las formas vivas que inútilmente pretendemos ignorar imposibilitan intentar mantener ecuánime a la razón; las páginas redactadas por la cordura deberán esperar a que el tiempo las madure o quizás a que la tristeza retorne al resguardo que la encubre esperando la próxima ocasión; siempre las efemérides se acompañan del súbito asalto del sentimiento. Es, en todo caso, el momento de evocar al corazón.

En medio de lo absurdo de los días, entre tanta desolación causada por las pérdidas humanas que ya rebasan al millón, ante esta pandemia devorante de todo aquello que se pensó verdadero, ¿qué sentido tiene detenerse y desenterrar los instantes esparcidos en el infinito derrotero del ayer?, ¿por qué si han pasado los días y los años aún enmudece la garganta al leer en voz alta el nombre inscrito en la desolación? Entre tanto, la marea atormentada propicia el encanto del dolor y el duelo postergado invalidando a la muerte aunque sea real. Hoy me pregunto ¿si es verdadera la ausencia de lo eterno?

En lo efímero de lo cotidiano con los días arrancados de los almanaques, el murmullo de las conversaciones interrumpidas por las estaciones del año y las distantes geografías del hábitat, parecieran retornar como una especie de fantasma perpetuo; todavía recuerdo las llamadas de aquel viernes, la ansiedad-angustia ahora interpretada y disfrazada entonces de una burda incomprensión de los miedos aparentemente absurdos o banales, y es que el dolor puede ser tan silencioso y asumir formas discordantes que nos distraen.

La última de aquellas llamadas, con un remanso de paz en la voz y las palabras, resultó ser la perfecta máscara de la muerte, los temas recurrentes de la jornada (trabajo, familia y viaje) transitaron del caos a la simulada aceptación-comprensión, era la forma delicada del adiós, que venía para regalarnos los instantes eternos que ahora se remueven. ¿Cómo advertir el fin si hablamos del reinicio?

La madrugada del 23 de octubre de 2010, hace una década, Pedro se suicidó. Aún me es confuso reconocer la noche exacta en que me enteré a través del mensaje de un amigo que advertía la trágica partida de otro, una especie de cadena de pesar se formó para mi generación ya golpeada tiempo atrás por una similar despedida, los familiares, alumnos, colegas y conocidos se cubrieron de un sentido pesar.

El otoño se marcó involuntariamente de tristeza, sin importar que días después iniciaríamos la travesía de un proyecto al que Pedro se había sumado semanas antes. Es inevitable que de vez en cuando la interrogante del por qué asome, no hay forma de responder, obviando las cartas legadas y las íntimas aflicciones compartidas, el suicidio es un flagelo que, si bien se manifiesta individualmente, responde a las complejas estructuras de las sociedades en las que nos desenvolvemos los seres humanos. Las páginas postergadas por la melancolía de las fechas volverán como los recuerdos de los días compartidos, sacudiendo la pluma y reclamando amistad.

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