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Rayaban las doce de la noche cuando llegué a casa, obviamente cansado, pero satisfecho del día productivo y pleno en experiencias. Decidí, antes que nada, darme un reconfortante baño, para seguidamente organizar la siguiente actividad que correspondía a la redacción de mi columna semanal. Si deseaba lograr mi objetivo, era necesario escudriñar entre noticias o eventos relevantes del área científica o médico-administrativa recientes, desechando la información amarillista o escandalosa, y que finalmente valiera la pena compartir con usted.

No habían pasado ni cinco minutos, cuando me asaltó la angustia y poco faltó para llegar al colapso que me orillaran a engrosar la fila de dolientes que afortunadamente se han visto beneficiados con acertado programa institucional denominado “código Infarto”. Más de uno se preguntará ¿qué podría motivar tal amenaza vital?, pues sin valer “reírse”, mi alarma cerebral se activó al no encontrar el disco duro que guarda celosamente cualquier cantidad de información, que si se requiriera imprimir, su contenido tendría que “asesinar” a decenas de árboles, para convertirlo en papel imprenta. El sudor que aperlaba mi frente cedió, al encontrar minúsculo equipo -cual muñeca fea-, entre dos pequeñas columnas de libros. ¡Qué cosa, hasta donde hemos llegado!

Apenas recuerdo los 80 y principio de los 90, residiendo en la Ciudad de México, estancia obligada para concretar mi especialidad de Reumatología, donde logré almacenar tanta información impresa, sobre bibliografía y trabajos presentados para titularme, que si bien en su momento cumplieron su objetivo, ahora de forma sentimental los resguardo, a sabiendas de que tan solo sirven para que el comején obeso sufra finalmente de empacho.

¿Casualidad de sucesos?, pues resulta que todavía por la mañana nos instruyeron para que a partir de ese momento histórico, las impresiones en papel o material específico, llámese resultados de laboratorios o estudios de gabinete, desaparecían y tan solo servirían para casos específicos. Desde ese momento la información quedaría en reservorio cibernético.

Sin duda, la tecnología es el gran facilitador dentro de la medicina del siglo XXI, pero cuya frialdad e impersonalidad desvincula al médico del paciente, a quien hasta hace poco le podíamos explicar y mostrar dónde estaba su problema con elementos tangibles. Tan cercano como leer un libro electrónico que yugula esa inigualable sensación que envuelve y compromete los sentidos.

Señores, de ninguna manera critico la inminente dependencia tecnológica, que permite la inmediatez para toma de decisiones rápidas y seguras. Pero sí nostálgicamente lamento el distanciamiento humano que obligaba a convivir y compartir con el doliente cada encrucijada que retaba al otrora galeno. Les invito a rescatar el contacto humano planteando estrategias que logren el punto intermedio.

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