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Recientemente, algunos colegas y yo comentábamos con respecto a la violencia en general, llámese intrafamiliar, la de género, sexual, psicológica, verbal, emocional y laboral, por no dejar de citar. Sobre todo abundamos en el daño que a largo plazo causa al ser humano que, allende sólo órganos, cimbra su mente y emociones. Tal sería el caso de la distimia, la depresión, pérdida de la autoestima e inclusive llegar al suicidio.

El manotazo, el grito, el acoso psicológico y las amenazas son herramientas que en el pasado reciente funcionaron como medidas coercitivas, con el afán de obtener resultados específicos. El creer que por tener la autoridad se puede ejercer el poder violento y manipulador sobre nuestros hijos o empleados es sin duda una percepción arcaica que dista mucho de la educación y administración del siglo XXI.

Estamos en el centro de una evolución; la evolución de la conciencia. Esta evolución se manifiesta en el valor creciente que atribuimos al ser humano como individualidad y en el interés cada vez mayor que sentimos por nuestro potencial humano. Hemos visto desintegrarse las viejas estructuras de poder y las antiguas creencias a la luz del mayor conocimiento. Estamos cruzando el umbral desde la creencia de un “poder sobre” (dominación) hacia la creencia de un “poder personal” (reciprocidad y creación cooperativa).

El progreso en este renglón parece pequeño en comparación con los problemas que actualmente existen. Somos conscientes de los sistemas políticos y económicos represivos que se mantienen por la fuerza física, en cambio somos menos conscientes de la represión psicológica que se ejerce mediante la manipulación verbal y la coacción.

Lo anterior nos lleva a preguntarnos las razones del porqué un individuo en la edad adulta se comporta y actúa en determinada forma. A la luz del análisis, por un lado tenemos la cada vez más frecuente desintegración familiar, la falta de cariño, los patrones adquiridos durante la infancia y la falta de valores; por el otro encontramos el excesivo “mimo”, la falta de comunicación de padres e hijos, o la evasión de ese contacto anhelado por medio de la satisfacción de cumplirle todos sus caprichos económicos.

Pero lo que es una realidad actual es que aquel formato que atomizaba el concepto de ser humano integral, pensante y valioso por el ser mismo y lo reducía a una mercancía cuya etiqueta sólo podía tener dos caras: buena o mala, caro o barato (rico o pobre), patrón-empleado, profesionista o analfabeta y así sucesivamente, paulatinamente se va diluyendo en ese colectivo común.

No hay que olvidar que estos fenómenos sociológicos deben analizarse con seriedad. Estamos formando a través de los hechos a esa generación que dentro de pocos años ocupará nuestro lugar, y no sabremos el daño que les hemos causado, sino hasta que sus obras y acciones en el cotidiano devenir hablen por sí solas.

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