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En algún país que bien podría estar por estos rumbos, hay un presidente que se declara civilista, democrático, servidor del pueblo bueno, enemigo de la corrupción y baluarte de la honestidad –nada que ver con ninguno de los que usted conoce-, pero sobre todo enemigo de la violencia porque él no es un “represor”, sino que se decanta siempre por la vía del diálogo para resolver los problemas, pero pone en manos del Ejército de ese país cantidades ingentes de dinero y lo preconiza el gran constructor de las mayores obras.

Más allá de los sermones que todas las mañanas receta a su pueblo que lo oye extasiado, por encima de sus flamígeros ataques a los corruptos que han destruido a ese país, por sobre sus paternales gestos de bondad y de las encuestas que le dicen que su popularidad crece como la espuma, ese gobernante parece que no siente tenerlas todas consigo y, por angas o por mangas, busca poner de su lado a las fuerzas armadas –ese ejército de paz, de “ciudadanos en uniforme”- y se congracia con esa poderosa formación militar a la que ha constituido en gran proveedora de la obra pública y a la que la da todo lo que pide y hasta lo que no pide.

Ese presidente –de gesto bonachón, que parece que nada lo perturba y que asegura que tiene todo bajo control- a veces me da la impresión de que está pensando en otro gobernante de un país cercano que, buscando tenerlo como aliado ante la molestia de grandes franjas de su pueblo, le ha dado a su ejército inmenso poder económico, tanto que “tiene a su cargo ministerios, instituciones y empresas, maneja presupuestos millonarios, se encarga de la recaudación tributaria, la administración de las divisas, las importaciones estatales, la banca pública, la construcción de obras, el transporte, los puertos y aeropuertos, el servicio de energía eléctrica y el sector alimentación” (Cristina Marcano, El País, 8 de febrero de 2019).

Sus súbditos –encandilados por las promesas de su líder- parecen no darse cuenta de lo que, siguiendo el guion que trazó la república que se autonombra bolivariana, prepara aquel hombre: por un lado, conquistar a los pobres y desamparados con dádivas y promesas de redención, atacar a los corruptos de grandes ligas (no a los pobres que ordeñan ductos de combustible, que ésos lo hacen “porque no tienen medios de subsistencia”) y exhibir sin aportar pruebas a quienes han destruido al país, desde ex mandatarios hasta funcionarios de todos los órdenes, pero que, por si el pueblo se cansa de tanta bondad, compra la adhesión del ejército en caso de que se requiera.

En su país modelo, la cúpula castrense y el ocupante del trono (heredado) “reinan sobre el caos” en un estado fallido, donde la inflación alcanza cifras de un millón por ciento y del que han huido más de cinco millones de personas, hartas de tanta prosperidad.

Y no estoy hablando de Venezuela y México. Dios nos libre.

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