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No sé por qué me ocurre, pero con frecuencia me descubro sorprendido por la extraña manera en la que recibimos las enseñanzas más trascendentes desde sitios inesperados. Este es el caso de una ventana. No cualquier ventana, ésta en particular, era una ventana muy pequeña y de color azul.

Todas las tardes, cuando salía de la escuela Iván cruzaba el parque evitando pisar las semillas y las flores que cubrían el piso al caer de los frondosos árboles que le daban la sombra que tanto anhelaba en su recorrido de regreso a casa. Tomaba ese camino que no necesariamente le hacia el trayecto más corto, sino porque del otro lado del parque encontraría esa ventanita azul y tendría la oportunidad de asomarse y saludar a quien años atrás había sido su maestro, y ahora simplemente era su amigo.

Todos los días, después de cruzar por el parque se asomaba a la ventana y encontraba a su viejo maestro inmerso en alguna de las actividades que más le gustaban realizar: leer, escribir, pintar, escuchar las noticias en el viejo radio. Iván se asomaba a la ventana y le silbaba un par de notas que su maestro reconocía rápidamente y se levantaba para invitarlo a pasar. No eran visitas largas, si acaso unos minutos; hablaban del calor agobiante, de los pájaros y los árboles, de cómo iba la universidad, de los libros que leían y de las cosas simples de la vida. Si bien la diferencia de edades era considerable, la amistad era real. Iván -me confesó después- siempre se sintió protegido por contar con la guía de su maestro y que gracias a él había logrado darle dirección y sentido a su vida. “Amor con amor se paga”, me dijo cuando me contaba esta historia.

Al paso de los meses la salud de su maestro comenzó a sufrir los estragos del tiempo. Y sus paseos por el parque comenzaron a llenarse de angustia, ya que con cierta frecuencia encontraba que la ventanita estaba cerrada; señal inequívoca de que ese no era un buen día. Por la noche le contaba a su novia del dolor que le causaba pasar y encontrar la ventana cerrada. No necesariamente porque buscara en ella una respuesta, sino porque tal vez, era esa la única manera que tenía de prepararse para lo inevitable.

Ella lo consolaba y lo animaba a no desperdiciar el tiempo y acudir puntual a la cita de cada tarde, por más doloroso que fuera. Iván siguió su consejo y no faltó un solo día, aprovechó cada oportunidad en la que encontró la ventana abierta para compartir con su maestro. Las visitas no cambiaron, siguieron siendo cortas y cariñosas. Hasta que la ventanita se cerró una última vez y para siempre.

La historia que me contó Iván, la vivo y la siento como si fuera también mía. No conocí a su maestro, pero no tengo duda de que hay lugares y objetos que -al igual que la ventanita- más allá de lo que son, tienen un significado distinto, más profundo y valioso. Un recordatorio permanente de que la vida nos llama una y otra vez colocando ventanas a lo largo del camino y que hay unas pocas en las que vale la pena detenernos y asomarnos a cada oportunidad, porque eventualmente se cerrarán por siempre.

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