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Marilyn solo tenía una ilusión: llegar a ser una gran enfermera. Se soñaba vestida con su albo ropaje y portando su cofia con orgullo. En la ceremonia de imposición de cofia realizada en el auditorio de la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia de la UNAM, las lágrimas le ganaron la partida ese día. Miró su cofia sin ninguna barra y le dijo: “Solo seré feliz hasta que te vea con tres barras azules horizontales”. Teniendo como recomendación sus excelentes notas académicas, solicitó su ingreso al sector salud y le fue asignado el Hospital de Alta Especialidad Dr. Rafael Lucio, con sede en Xalapa, Veracruz. Después del arduo trabajo de enfermera general, tomaba bajo el sistema a distancia la especialidad en Cuidados Médicos Quirúrgicos; le llevó tiempo, pero culminó su especialidad. Para Marilyn el amor de su vida era su profesión, sus competencias finamente pulidas la hacían necesaria en el piso de recuperación, su don de solidaridad con el dolor y actitud frente a las tragedias que vivía diariamente la habían fortalecido, todo esto lo demostraba en su faz radiante de entusiasmo con la que realizaba su trabajo.

Fue en la sala de recuperados donde conoció a Enrique, ingeniero de profesión. En un descuido, el dedo índice de la mano izquierda del joven quedó atrapado en la viga de acero de una estructura que levantaban. El dueño de la constructora exigió el mejor trato para su empleado, así que, pasando sobre el protocolo, fue enviado al Hospital de Alta Especialidad.

“A ver señor influyente”, le dijo Marilyn con una sonrisa amistosa cuando pasaba revista a los ingresados; el ingeniero se sintió cautivado por la sonrisa de la enfermera, lo demás fue papel de Cupido.

En una ceremonia familiar en la alcaldía de Tlalpan de la CDMX se prometieron amor eterno. El regalo de bodas por parte de la Secretaría de Salud llegó en una carta firmada por la Jefatura de Enfermería, en donde se le asignaba un importante cargo en el Hospital General de Monclova, sueldo y nuevos compromisos eran un imán atractivo. Su esposo la acompañó en su nueva aventura.

Eran una familia feliz y tenían como progenie a dos hijos, varón y niña. Todo era felicidad hasta que apareció el coronavirus.

“Nada sabíamos del coronavirus”, decía frecuentemente, “sobre la marcha fuimos aprendiendo”. Para cuidar a su familia se adaptó para ella un cuarto de la casa que tenía entrada independiente. Con esmero practicaba una profilaxis rígida. Llegaba muy entrada la noche y se reportaba al trabajo cuando el sol todavía descansaba.

La sospecha de que estaba contagiada le llegó como espada en el alma. Por teléfono le hizo indicaciones a su amado y le recomendó a sus hijos. Fue internada en la Unidad de Cuidados Intensivos, en donde falleció. Su partida causó profundo dolor entre sus amigos y compañeros, un extraño virus la venció.

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