En el tren de los recuerdos (1)
El poder de la pluma
Los trenes siempre han ejercido fascinación en mi vida, eso pensaba mientras viajaba en la maravilla tecnológica del tren Japan Rail Pass, en la ruta Tokio a Kioto, en donde dictaría una conferencia en la Universidad Imperial de esa ciudad; mi anfitrión me indicaba que nos desplazabamos a una velocidad de casi 400 kilómetros por hora, en ese momento la metáfora del “caballo de acero” no me pareció adecuada para esa centella sobre rieles; mis emociones (antes del coronavirus) ese día volaron a mi infancia y recordaba lo viajes por ferrocarril que realizábamos de Calotmul a Sitilpech donde vivía mi abuela materna. Esos viajes que no eran muy frecuentes pero siguen teniendo un especial sabor y olor de mi infancia.
Seguramente esos mismos sonidos, olores y sabores impregnaban a los viajantes que disfrutaban esa económica forma de traslado. El sonido del acero de las ruedas contra los rieles era una canción monótona sincopada, imborrable en el recuerdo. Una máquina diésel arrastraba los cuatro vagones de segunda clase en donde las sillas de madera resultaban pequeñas e incómodas; en realidad eran mini trenes, pues se desplazaban sobre vías angostas. Con toda incomodidad estos trenes cumplieron un importante papel en la movilidad de carga y pasaje humano.
En la actualidad toda esa enorme red de vías que conectaban a los habitantes de los pueblos y ciudades del interior del estado se encuentran cubiertas de maleza o en franco deterioro.
Ninguno de los proyectos federales rindió resultados positivos, la fusión de los Ferrocarriles Unidos de Yucatán a los Ferrocarriles del Sureste no fue benéfica para ninguna de las empresas paraestatales; en pleno auge neoliberal la privatización de 1994 de los Ferrocarriles Nacionales (Ferronales), bajo el disfraz de la concesión, terminó con cualquier esperanza de cimentar el resurgimiento de este tipo de transporte tan necesario en la actualidad para la conectividad en un estado en proceso de industrialización.
La realidad es deprimente, todo el ramal de ferrovías de Mérida a Coatzacoalcos es un museo a la ignominia, durante tres meses recorrí las líneas del antiguo FUS (Ferrocarriles Unidos del Sureste). De la Plancha de Mérida, mejor ni hablar; en Escárcega, Campeche, en la inmensa fábrica a donde llegaban miles de durmientes de madera para ser introducidos en gigantesca alberca de chapapote que los hacía más resistentes todo está en ruinas, el olor a abandono apesta; los talleres de Teapa, Tabasco, son cementerio de máquinas diésel, grúas, tractores y otra maquinaria que duerme el sueño del olvido; en los talleres de Coatzacoalcos, Veracruz, el espectáculo es denostante.
Los trenes que todavía se niegan a morir se mueven a velocidad máxima de 10 kilómetros por hora. “Es resultado de la corrupción”, justifican los ferrocarrileros de la vieja guardia. Los rieles están asentados sobre el durmiente sin placas ni clavos de acero (Continuará).