|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

La vida se mueve tan de prisa que no siempre nos da oportunidad de revisar las cosas que suceden y las emociones que nos provocan. Vamos de una situación a otra como si fuera una carrera, con el tic tac del reloj zumbando detrás de la oreja y son pocos al final los momentos verdaderos de análisis de lo que sucedió.

En mi caso, tiendo a ser duro conmigo mismo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Soy de esa clase de bicho que analiza todo al punto en el que me cuesta trabajo pasar a la siguiente hoja. En muchas ocasiones este análisis interno deriva en una conversación interior, no tanto un diálogo, sino en un monólogo en el que me trato de explicar el porqué de las cosas, el motivo de mis acciones. A veces trato de justificarme o incluso engañarme, poniendo argumentos, excusas y circunstancias de la razón por la que hice esto o dije aquello, cuando la realidad es mucho más simple: soy una persona repleta de carencias y defectos.

Pero, hoy en día, es imposible escapar de la marea positivista. El conglomerado de ideas y reglas de lo que implica ser sano emocionalmente, el decálogo aspiracional de aquellos a los que no les llueve nunca, para quienes la felicidad está en ti y lo único importante es que te ames a ti mismo… Ahí, es donde me pierden, por más atractiva que suene esa fantasía.

Estoy cansado de que me digan que debo amarme a mí mismo, cuando la realidad es que en muchas ocasiones ¡me odio a mí mismo!

Odio tantas cosas de mi conducta y de mis reacciones; odio cuando me dejo seducir por mis debilidades y hago cosas que sé que no solo no me ayudan, sino me perjudican. Odio cuando actúo de manera impulsiva y emocional, no porque la impulsividad o la emoción sean malas, sino porque mezclarlas me lleva invariablemente a equivocarme. Odio no haber tenido siempre el valor, la inteligencia o la astucia para darme cuenta de lo que realmente ocurría, odio tantas cosas; cosas reales con las que cohabito todos los días. En más de una ocasión el escuadrón del positivismo me ha convencido de ser inadecuado, porque la respuesta y lo aceptable es amarnos incondicionalmente. Y sí, suena muy bonito, pero ¿es real?

Yo no quiero una idea de vida en la que solo hay luz y no sombra. Donde solo hay felicidad, amor y gozo. Donde me amo incondicionalmente porque soy perfecto, así como soy. No me convence esa doctrina del amor propio como un fin, de la idea de no depender de nada ni nadie, del rechazar al apego porque es tóxico, de la felicidad como destino.

Me gusta la vida con sol y lluvia; abro mis puertas al apego, aún con sus riesgos, me encanta que las cosas me importen; no me da pena necesitar de los demás y decirlo abiertamente. Me abrazo a la falta de pudor que me da llamarles a las cosas por su nombre aun cuando no me favorezcan. También amo muchas cosas de mí; la autoestima y el amor propio se ven parecidos, pero son animales distintos. Sé ver mis defectos y virtudes, tengo claro que en el mismo espacio cabe el amor y el odio. Cabe el orgullo y la vergüenza, me reconozco falible, incompleto, roto. El Sergio al que amo y al que odio están presentes todo el tiempo, lidio con ambos, cada día. Tratando de darle sentido a lo que nos rodea.

Lo más leído

skeleton





skeleton