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Hace dos o tres años leí la historia de Stewart Cooney, quien falleció en Reino Unido a los95 años, y vivía en una residencia para ancianos; su esposa falleció en 2008 y un tiempo después su hijo adoptivo. Terminóviviendo sus últimos días en el asilo ubicado en Leed. La preocupación de los administradores del lugar y de algunas de las personas que lo atendieron en los últimos tiempos era que nadie asistiera a su funeral y solo los empleados de la institución lo acompañaran, pero a uno de ellos se le ocurrió pedir apoyo y reconocimiento para Cooney que, entre otras cosas, era un veterano de la II Guerra Mundial.

Los administradores del albergue esperaban que al menos algunas personas quisieran acompañarlo durante el servicio religioso,por ello se atrevieron a enviar un pequeño mensaje al batallón del ejército al que había pertenecido; esperaban que alguien quisiera acompañarlo en su último trayecto.

Es cierto que todos venimos a este mundo sin nada, con las manos vacías, también nos vamos de él casi de la misma manera, sin podernos llevar nada de lo que creíamos tan nuestro; lo que sí podemos llevarnos son todos los recuerdos, vivencias y añoranzas que la vida nos permitió.

La mayoría de nosotros llegamos a la vida en medio del regocijo y la felicidad de nuestros padres por ver su amor perpetuado a través de nuestra piel; casi siempre todo nacimiento implica la dicha de la familia que celebra al nuevo miembro. Venimos solos, pero el comité de recepción por regla general es esplendoroso, y de la misma manera deberíamos partir, arropados y bendecidos por esa familia a la que con nuestra sangre aportamos existencia, desgraciadamente no pocos de nosotros partimos como Stewart.

Para fortuna de Stewart Cooney muchos lo entendieron así, los administradores del hogar de ancianos donde vivía quedaron maravillados: no acudieron al sepelio dos o tres personas, sino más de doscientas, un número importante de representantes del batallón al que perteneció, muchos otros soldados y sus familias de muy diversos regimientos, empleados de la institución también acompañados de sus hijos y esposas, veteranos del ejército, entre los cuales se encontraba uno que aseguró: “Nunca dejamos que un hermano se vaya solo”.

Y esa es la verdadera maravilla de todo esto, hay que agradecerle a Stewart que nos deja como enseñanza final de su vida que en realidad todos somos hermanos de todos en esta gran familia humana, que, a pesar de los rencores, odios, asesinatos o masacres, aún la gran mayoría de los seres humanos se reconocen a sí mismos en el otro, contemplan su propia humanidad en el ser humano que se encuentra frente a ellos y se identifican como hermanos en este viaje llamado vida.

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