|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

Le quitas la cuerda al contrabajo y rodeas con violencia su cuello apretando con todas tus fuerzas. Después de retorcerse y patalear, al fin relaja su cuerpo. “Eso le enseñará”, piensas, todavía enojado porque el tipo abrió lentamente la envoltura de un caramelo mientras la orquesta ejecutaba la sexta de Beethoven. “Paciencia, no sabe lo que hace”, te dices a ti mismo esperando sea el único incidente de la velada.

Al rato, con toda pompa y circunstancia, unas señoras encopetadas cuchichean sin el menor respeto por la pieza de Elgar. Sientes cómo se va crispando todo tu cuerpo, tus manos se retuercen en el descanso del asiento estrujando con firmeza el terciopelo rojo mientras imaginas sus arrugadas y pellejudas gargantas bajo tus dedos. Les cierras la boca amordazándolas con sus collares de perlas de imitación que pronto les impiden el habla.

Regresas con toda parsimonia a tu lugar. Los metales ya ejecutan los primeros acordes de Scheherazade, pero ni Rimsky-Korsakov podría imaginar que justo detrás de ti un joven duerme, roncando y emitiendo pequeños silbidos por la nariz que taladran las trompas de Eustaquio de todos los presentes, provocando que aprietes la mandíbula lentamente hasta que ya no puedes más. Y de nuevo, te levantas…

Con un certero y rápido golpe, el arco del primer violín te sirve como sable, primero para rebanarle la manzana de Adán, luego para hacerle una traqueotomía cuando la sección de cuerdas va in crescendo al unísono, lo suficiente para que nadie se dé cuenta de los borbotones de sangre que no dejan de manar bajo sus barbas de jipiteca. Te sacudes las gotas de las manos antes de volver a tomar asiento.

Va terminando el primer movimiento, Simbad ya parte en su barco. El director hace una pausa para cambiar la página de la partitura, y frente al horror del vacío, algún psicópata prorrumpe en aplausos, loas y bravos. “Paciencia, mucha paciencia”, dices una vez más. Pero tu pensamiento se ve interrumpido por la concurrencia que, como foca amaestrada, le sigue la corriente a sabiendas de que no se debe aplaudir entre movimientos.

“¡Esto es inaudito!”, gritas por dentro. El rictus de tu rostro haciendo mutis lo dice todo. Te diriges hacia las escaleras, primero caminando, luego corriendo con desesperación. Localizas la cadena que sostiene el gran candelabro y comienzas a serrucharlo. “Paciencia”, repites como un acto de fe, hasta que asestas el último zarpazo y la cadena se suelta. Una tonelada de fino cristal italiano se viene abajo, matando a toda la gente que ocupa la luneta con un estruendo solo equiparado con las percusiones, de esas que llenan el recinto hasta su más ínfimo recoveco.

Te figuras rodeado de vidrios, alambres y cadáveres, en paz y total arrobamiento cuando finalizan las notas. Ahora sí, te pones de pie, exhausto y con lágrimas en los ojos miras a tu alrededor. Te das cuenta, maravillado por tu paciencia, de todo lo que ha pasado por tu mente sin dejar el asiento durante un hermoso y cruento concierto.

Lo más leído

skeleton





skeleton