|
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram
Compartir noticia en twitter
Compartir noticia en facebook
Compartir noticia por whatsapp
Compartir noticia por Telegram

La palabra. Para mí los encuentros más significativos comienzan con la palabra. Se puede anticipar tanto a partir de unos vocablos y en esa antelación mental casi siempre errar. Debía tener 14 años cuando escuché a mi madre decirme que, después de llevarme a la escuela, iría con una amiga a clases de yoga. Por aquel entonces si pensaba en esa palabra, “yoga”, venía a mi cabeza la imagen de un anciano semidesnudo con una larga barba, perdido en lo más profundo de la India.

Ese día al llegar a mi casa mi madre me relató, con su particular modo de contar historias, que había tenido que salirse antes de que terminara la sesión. Decía que un hombre estuvo emitiendo sonidos extraños durante varios minutos, mientras que a todos los hacía permanecer con los ojos cerrados. Mi madre y su amiga no podían dejar de ver al hombre, quien sin observarlas les dijo que obedecieran. La anécdota terminó con el susto y la retirada de ambas.

Así, aquella palabra “yoga” la fui asociando a sinónimos que acrecentaban mitos en torno a ella. Que si era cosa de hippies, que no debías comer carne, que no era cosa de Dios, que si hacer yoga era casi como estar en el circo y contorsionarse. Estas palabras procedentes del desconocimiento solo cesaron hasta que alcancé a oír las voces que venían del interior de esa forma de interpretar la realidad. Cada descubrimiento al escuchar esas otras palabras fue dándose poco a poco y en el trayecto pensaba en cómo, en ocasiones, desacreditamos desde la total ignorancia. Esos hallazgos todavía continúan, aunque de manera cautelosa porque en estos años de redes sociales y hábitos consumistas no dudo que haya quien realice “asanas” y no sea coherente con sus valores, preocupado más por dar la foto del día.

Hay personas que me ayudaron a deshacer esos prejuicios tempranos hacia el yoga, nunca llegaron con la idea de imponerme su visión de mundo, lo único que hicieron fue contarme sus vidas y yo simplemente escuché.

El primero es José, un primo que, del modo más romántico, dejó inconclusa la licenciatura y ahora vive en Asia, hace acroyoga. La última vez que lo vi me dijo que había asistido a un retiro: “No podíamos hablar. En todo ese tiempo me hice más consciente de cuál era mi voz y de que lo que escucho fuera de mí no soy yo”.

Después me reencontré con Carlos, un compañero de la universidad, y entendí el porqué algunas personas que practican tantra yoga cambian sus hábitos alimenticios. En el trasfondo de esa decisión hallé respeto por todos los seres vivos: “Hay una filosofía que explica las razones de ese estilo de vida”, me dijo. Él había dejado el alcohol y la carne, ahora practicaba una de las tantas formas de yoga que, a veces, reducimos al ejercicio físico.

Su experiencia estaba más relacionada con la meditación y el canto de mantras. Pero, sin duda, la persona que me ha llevado a conocer más sobre las raíces de esta práctica es Mari, una joven maestra de yoga, pues a ella debo mi curiosidad de leer la “Bhagavad-gita”.

A veces pensamos que para conocer otras culturas y estilos de vida es necesario comprar un boleto de avión, cuando quizá sería más sencillo escuchar a nuestros alrededores.

Lo más leído

skeleton





skeleton