Columna invitada: pupitres, letras y cerebros

Es evidente que al hablar de enseñar o aprender se habla necesariamente de cerebros.

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Eduardo Suárez
Es evidente que al hablar de enseñar o aprender se habla necesariamente de cerebros. También, que la educación no puede reducirse únicamente a lo que ocurre dentro de nuestro cráneo: se aprende con todo el cuerpo, por medio del lenguaje y la cultura, de los pares, desde el ejemplo, con información, a partir de la ciencia y el arte, con los resultados de nuestra conducta… Es innegable entonces que la educación es una actividad muy compleja. Una, sin embargo, en la que siempre encontramos uno o más cerebros interactuando aunque no sepamos exactamente cuál es su papel en todo esto, lo que nos intriga.

Esta fascinación es fácil de corroborar. Desde el lado de la ciencia, hace poco leímos que un grupo de investigadores dedicados a estudiar proteínas y genes relacionados con la demencia producida por el Alzheimer recibieron un importante premio europeo, el Brain Prize. Desde la ficción cinematográfica, no hace mucho vimos en la pantalla la historia de una mujer —Lucy, de Luc Besson— que usa una droga para estimular su cerebro, lo que le permite, extrañamente, no aprender más o mejor o más rápido sino mover objetos mediante la mente. En contraste con este tipo de noticias y películas, en las que parece que el funcionamiento del cerebro no es solamente conocido sino ampliamente dominado, la realidad es muy diferente.

Sabemos mucho más del cerebro de lo que la mayoría de las personas cree y mucho menos de lo que todos deseamos. Para entender esto vale la pena ponerse a pensar que si el cerebro fuera tan simple como para poder entenderlo, nosotros seríamos tan simples que no podríamos hacerlo. Su gigantesca complejidad es lo que nos permite intentarlo.

Es fácil dar ejemplos de lo anterior: Sabemos mucho sobre algunos tipos de epilepsia, que ahora pueden ser diagnosticados mediante un simple examen de sangre; o sobre el mapeo de las conexiones cerebrales, que nos proporciona diagramas no muy diferentes a los requeridos por ingenieros para entender el cableado de una máquina muy compleja; o sobre la regeneración de las neuronas, lo que antes se creía imposible; o sobre cómo formamos mapas mentales que nos permiten orientarnos en el espacio y no perdernos; o sobre la creación de recuerdos falsos (sí, leyó usted bien) mediante ciertas sustancias que afectan la conexión entre las neuronas; o sobre la estrecha interrelación entre nuestros sentimientos y pensamientos, lo que hace posible la terapia cognitivo conductual; o sobre el control del funcionamiento de células nerviosas mediante rayos de luz; o sobre la posibilidad de trasplantar tejidos neurales para reponer o reparar los dañados; o sobre… En fin, la idea es clara.

Sobre todo, entendemos mejor cómo el aprendizaje organiza y reorganiza el cerebro, más que hace tan sólo unos pocos años, pero no hemos hecho suficiente investigación como para saber qué es exactamente lo que pasa dentro de nuestro cráneo cuando aprendemos algo. Según Brian Butterworth y Andy Tolmie, neurocientíficos ingleses, sabemos muchísimo acerca del cerebro, pero todavía no lo necesario como para que estos conocimientos nos guíen en el diseño de planes y programas de estudio.

Entonces, ¿qué es lo que podemos esperar en las aulas acerca de los avances de la neurociencia? Una expectativa realista es la posibilidad de estudiar el funcionamiento del cerebro de las personas expertas como para disponer de un estándar objetivo que nos permita determinar por comparación si cierta actividad de aprendizaje proporciona o no niveles de dominio en quien la practica; así podríamos determinar con mayor certeza si nuestros esfuerzos para enseñar van o no por buen camino. Otra consiste en tratar de entender por qué hay tantas diferencias individuales en la capacidad para aprender; este es un punto toral ya que sabemos de la enorme diversidad y variabilidad de las capacidades del estudiantado pero nos empeñamos en enseñar como si todos fuesen idénticos, como lo denunciaron ya Robert Altman y Pink Floyd, en la película The Wall. También, es realista la expectativa de poder determinar cuáles son los contextos óptimos para cada aprendiz. Pero incluso algo así llevará todavía tiempo.

Por eso, cualquier afirmación tajante al respecto de la neurociencia educativa bien podría ser una propuesta pseudocientífica, con más ganas de creer que razones para hacerlo. Para que sea realidad la educación basada en el conocimiento del cerebro es necesario que los diseñadores de instrucción sean tanto creativos como prudentes al respecto de la neurociencia; lo primero para crear aplicaciones específicas de la neurobiología en el aprendizaje y lo segundo para estudiarlas empíricamente con rigor antes de hacer generalizaciones temerarias (aunque comercialmente redituables).

Para entender mejor la relación que existe entre el cerebro y nuestro aprendizaje es necesario revisar lo que ha ocurrido en tres campos humanos íntimamente relacionados: la psicología, la educación y la neurociencia. El primer contacto fructífero se dio entre la educación y la psicología. Esta relación produjo conocimientos muy valiosos acerca de nuestra capacidad general para conocer el mundo, de los diferentes estilos para hacerlo, de nuestras habilidades con el lenguaje y de cómo aprendemos a leer y a manejar los números.

Luego se dio un puente importante entre la neurociencia y la psicología. Esta interacción reveló las conexiones nerviosas relacionadas con actividades mentales generales como la atención, la toma de decisiones y la memoria, y con algunas más específicas, como la lectura y las matemáticas. En esta etapa, la mayor parte del conocimiento se obtuvo de cerebros de personas que estaban enfermas, con discapacidades o que habían fallecido, lo que limitó mucho el avance; sin embargo, luego se perfeccionó la metodología para formar imágenes del cerebro vivo y en funcionamiento, sin poner en riesgo al sujeto de estudio.

En la tercera fase, la actual, se están utilizando estas técnicas no invasivas de estudio del cerebro para entender por qué ciertas prácticas educativas mejoran algunos aprendizajes relacionados con el lenguaje, la lectura, la motivación y las matemáticas. Así, una persona normal puede hacer sin riesgo ni peligro alguno una lectura, unas operaciones matemáticas o la recuperación de algún conocimiento en su memoria mientras se le estudia por medio de una resonancia magnética, una electroencefalografía o una espectroscopía de rayos infrarrojos. Actualmente esto es incómodo, caro y complicado, pero los avances tecnológicos son tan rápidos y efectivos que muy pronto se podrá hacer en condiciones casi naturales.

Esta triple intersección entre la educación, la psicología y las neurociencias ha resultado dinámica y mutuamente enriquecedora. En ella, los hallazgos de una ciencia han podido ser corroborados por otra. Por ejemplo, algunos descubrimientos psicológicos sobre la forma en que conocemos el mundo han sido verificados en estudios del cerebro por medio de resonancia magnética.

El reto más importante que se presenta a las neurociencias educativas es el de integrar lo que ocurre en niveles progresivamente más específicos: desde el social, al cognitivo y hasta llegar al neural; de los grupos que aprenden, a la persona que piensa y hasta saber qué ocurre con el cerebro durante el aprendizaje y el pensamiento. Y esto sólo se puede lograr mediante la interacción multidisciplinaria de expertos en varios campos: docentes, desarrolladores curriculares, neurocientíficos, autoridades educativas y diseñadores de políticas públicas… por no mencionar a los aprendices mismos. Y en esto no se pueden quedar atrás ni los escritores dedicados a la educación ni los ciudadanos inteligentes que leen un periódico. *Profesor investigador del Departamento de Desarrollo Humano de la Universidad del Caribe.

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