De Cancún al Kilimanjaro I

Del otro lado del mundo, la montaña más alta del continente africano es un desafío para los más esforzados andarines.

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Por Fernando Martí

Hakuna matata: no hay problema. Esta debe ser la frase más popular en Tanzania, la que más escuchan los visitantes. ¿Me puede pedir un taxi? Hakuna matata... ¡Ya se hizo tarde! Hakuna matata... ¡Está muy caro! Hakuna matata... Más que una frase, encierra una filosofía: aquí no hay problemas, aquí todo se resuelve, no se preocupe, tranquilo...

Pero en este momento suena absurda, fuera de contexto, porque aquí y ahora sí hay problemas, y muchos. Estamos en la cara Este del volcán Kilimanjaro, a cincuenta, o doscientos, o mil metros de la primera cumbre, un promontorio llamado Stella Point, y todo se ha convertido en un problema.

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El más evidente: el frío. Menos 12 grados centígrados, según el termómetro que cuelga de la mochila de nuestro guía. De seguro hay ropa adecuada para lidiar con esta temperatura, pero la mía, me acabo de enterar, no tiene esa calidad. Dentro de las botas siento los dedos helados, entumecidos en su encierro. No le va mejor a las manos, rígidas bajo dos pares de guantes, ni a las orejas, que imagino amoratadas y quebradizas. En el horizonte, un sol tímido anuncia el despunte del día, pero a estas alturas de la atmósfera su único aporte será de luz, no de calor.

Segundo problema: el cansancio. Llevamos seis horas de marcha, o más bien, seis horas de remontar esta cuesta infernal, una vereda pedregosa que no ofrece interrupciones, ni abrigos. La caminata inició a medianoche, a la luz de las linternas de minero, en realidad inútiles porque una luna casi llena pinta de plata el paisaje. El peor castigo lo llevan las piernas, ni qué decirlo, acalambradas y doloridas. Duelen también los hombros y el cuello, y empieza a protestar la espalda baja, víctima del peso de las mochilas. El corazón late a galope, tratando de compensar con su esfuerzo los efectos del aire enrarecido.

Un problema más: la sed. Todos tenemos la boca reseca, pero hace horas que el agua se volvió hielo dentro de las cantimploras. Algunos mascan chicle, otros comen chocolate, pero son sucedáneos de efectos pasajeros, que ayudan sólo unos instantes a encubrir los síntomas de la deshidratación.

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Por último, el problema mayor: el desánimo. Tras meses de planes y de sueños, tras viajes que implicaron miles de kilómetros y de dólares, tras siete jornadas de caminata, y tras seis horas de cuesta superada, la derrota se instala en la mente de muchos escaladores. Ya basta, es suficiente. La ecuación es muy simple: hay un momento en que la fatiga domina la mente y cancela cualquier otro argumento. No puedo más, hasta aquí llegué. Las náuseas, los espasmos del vómito, los calambres se apoderan del cuerpo. No hay manera de seguir...

En esos momentos entiendes por qué tantos alpinistas abandonan a pocos metros de la cumbre. A cincuenta, a doscientos, a mil metros de la meta, la mente sólo tiene un pensamiento: regresar.

Un par de metros delante de mí, el guía trata de animar a su viajero...

-- ¡Sí puedes! ¡Pole, pole!

Su interlocutor es Brandon, un cuarentón de Nueva Zelanda, fanático del ejercicio físico. Un par de días antes, en el campamento, nos platicó cómo se había preparado su grupo para el ascenso: hicieron caminatas, remontaron cuestas, cargaron mochilas, nadaron en aguas heladas. Brandon ha terminado un par de maratones y está pensando intentar el iron man. Su capacidad atlética es muy superior a la de la mayoría de los andarines, pero esta madrugada su mente lo ha traicionado.

Doblado sobre sí mismo, trata de volver el estómago, mientras pasamos a su lado. Todo su grupo se encuentra ya en la cumbre, y eso incluye excursionistas menos aptos, pero no es nada seguro que él lo logre. El guía insiste:

-- ¡Vamos! ¡Sólo faltan cincuenta metros!

Es una mentira atroz, un señuelo para que vuelva a caminar. En realidad, el guía lo sabe, no importa cuánto falta, lo que importa es que estés dispuesto a seguir, a poner un pie delante del otro, a superar la fatiga, sin pensar demasiado en el trecho restante.

Pero en la mente de cada excursionista, por más animoso que estés, siempre hay un resquicio para la duda. ¿Llegaré?

Unos quince o veinte minutos después de rebasar a Brandon, mis oídos me engañan: oigo, o creo oír, gritos de júbilo. Traigo sobre las orejas una gorra de lana, sobre ésta otra gorra de poliéster, sobre ésta la capucha de la chamarra, así que de verdad oigo muy poco. Pero quiero oír bien: me quito un guante y con la mano helada libero una oreja de su encierro, y el portento se confirma: son gritos de júbilo.

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Unos minutos después, yo mismo estoy gritando: se acabó la cuesta, pisamos un borde casi plano, estamos en Stella Point. Mi hijo León, que marchaba adelante, me recibe con un gran abrazo y los ojos llenos de lágrimas. Pero no son de emoción, sino de dolor: tiene los dedos de los pies atenazados por el frío. Uno de nuestros guías, Josephat, lo despoja de las botas y le aplica un vigoroso masaje con aceite: el alivio es inmediato, pero fugaz. Apenas se vuelve a calzar, el rictus de dolor hace evidente que ya no quiere saber nada de este paseo.

-- Me voy a regresar --, me dice.

Después de la foto de rigor frente a la marca de altura, trato de disuadirlo: ya no falta nada, no habrá otro chance, es la única vez en la vida que vas a estar aquí. Animoso, no se hace del rogar:

-- ¡Pero vámonos!

La cuestión es que llegamos a Stella Point, en el borde Este del cráter, pero la cima, Uhuru Peak, se encuentra en el lado Sur. La caminata no es nada exigente, apenas son 140 metros de altura, repartidos en tres kilómetros de marcha, pero un viento criminal se deja sentir en la cima. Menos dieciséis grados, reza el termómetro, menos otros cuatro o cinco de la sensación térmica de esta ráfaga polar, y hay que ir despacio, porque estamos a más de 5 mil metros de altura, y cualquier esfuerzo físico te agota.

Por lo demás, el paisaje es espectacular. El cráter, inmenso, tiene paredes casi verticales, y en su fondo alberga un lago helado (en la antigüedad, el cráter completo estaba lleno de hielo). Sobre las laderas de la montaña cuelgan los escasos glaciares sobrevivientes, que siguen siendo colosales y sorprendentes. La luna por un lado, el sol del otro, enmarcan el soberbio panorama.

Pero la contemplación de estas maravillas no es nada placentera en este frío de congelador. Sólo nos faltan 40 minutos para llegar a Uhuru Peak, o más bien dicho, todavía nos faltan 40 eternos minutos del fugaz instante que estaremos en la cumbre, aunque sea sólo el tiempo justo para tomarnos la foto que pruebe que no nos rajamos, que llegamos hasta el final. La duda se vuelve a instalar en nuestras mentes... ¿Llegaremos?

Continuará...

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