De Cancún al Kilimanjaro II

Envuelto en la leyenda de sus nieves eternas, la más alta montaña de África es un sendero muy popular (y muy arduo).

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Por Fernando Martí

Día 1
Septiembre 5 / 8:00 de la mañana
Moshi, Tanzania / Altitud: 813 m

Un par de camionetas Land Rover, repletas de porteadores y equipo, nos conducen hasta una de las entradas del Parque Nacional del Kilimanjaro, la Londorosi Gate. El despliegue parece excesivo, ya que sólo somos dos excursionistas, mi hijo León y yo, pero hay que tomar en cuenta que debemos cargar provisiones completas para los siguientes ocho días, porque dentro del parque no venden ni agua.

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Eso incluye los tres alimentos, más la cocina para prepararlos, más las tiendas de campaña (una cocina, un comedor y dos dormitorios), más los sacos de dormir, más colchones inflables, más lámparas de petróleo, más el botiquín de primeros auxilios, más mochilas repletas de ropa de invierno, en fin, un mundo de equipaje. Para moverlo, nuestro grupo de apoyo está integrado por nueve hombres: los guías, Josephat y Asantiel; el cocinero, Musha; y seis porteadores.

El día está fresco, casi diría frío, ya que nos encontramos en un bosque tropical. En la última parada técnica, el caserío carretero de Sanya Juu, la gente va envuelta en abrigos y cobijas, un vestuario insólito en este paisaje vegetal de plátanos y palmares. Pero lo que me inquieta ahora no es el frío, sino la posibilidad de que llueva. Desde que llegamos a Moshi, hace tres días, una densa capa de nubes cubre toda la región, incluyendo el volcán y sus laderas. Dada la humedad atmosférica, incluso ya hemos tenido algunos chipi-chipi.

Eso no era el plan: si escogimos septiembre para hacer este viaje, fue porque las estadísticas lo marcan como el mes más seco del año, con una probabilidad de lluvia del 3 por ciento. Un blog de internet comentaba que septiembre no había registrado lluvia en los últimos once años. Ese dato fue decisivo: si vas a sufrir los rigores de la caminata, al menos quieres compensarlo con la belleza del paisaje.

Con ese criterio, también seleccionamos la ruta. Hay varias veredas para subir la montaña, unas más largas que otras (o más accidentadas, o más fatigosas). Después de estudiarlas a conciencia, León concluyó que nuestra mejor opción era la ruta Lemosho, la segunda en longitud (70 kilómetros), la segunda en dificultad (muchas subidas y bajadas), pero la número uno en belleza escénica, con abundancia de paisajes de tarjeta postal. Ahora, conforme las camionetas nos conducen a la entrada, todo el paisaje está velado por el manto de nubes.

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Cuando llegamos a Londrosi Gate (2250 m), una densa niebla envuelve la oficina de registro. Varias docenas de excursionistas esperan turno, en tanto los porteadores cubren el engorroso pero saludable trámite de pesar su carga. Tanzania es ejemplo en este campo. Hace pocas décadas, los porteadores llevaban sobre sus lomos bultos descomunales, a veces tanto como su propio peso (una práctica que aún subsiste en Nepal, por ejemplo). Pero gracias a la labor de organismos humanitarios, y en especial del International Porter Protection Group (IPPG), muchos países han puesto límites de peso. En el caso del Kilimanjaro, son veinte kilos como máximo, mismos que los inspectores verifican sin prisa en básculas de piso. Cuando algún bulto rebasa el límite, proceden a revisar el contenido con toda parsimonia, repartiendo el sobrante entre los demás porteadores del grupo, todo ello entre ruidosas discusiones, exclamaciones y risotadas, donde comentan y opinan todos los presentes, sin que al parecer les preocupe la larga fila que espera turno.

Tras una larga hora de pesaje y papeleo, las camionetas nos conducen hasta el inicio formal de la marcha: Lemosho Gate (2100 m). Ahora estamos en medio del manto de nubes que se veía desde Moshi, con un agravante: empieza a llover. Gruesas gotas resbalan por los impermeables cuando empezamos a caminar. La vereda es franca y amplia, de tierra apisonada, pero se va volviendo lodosa con el paso de las horas. El terreno es ondulado, sin mayores requiebros, pero aquí y allá aparece de repente una cuesta inclinada, que con el fango se ha convertido en auténtica resbaladilla. Muy latosas de subir, das tres pasos y te regresas dos, y sobre todo, muy incómodas de bajar, con el riesgo de darte un ridículo sentón.

Cerca de las cinco de la tarde, tras unas cuatro horas de marcha, llegamos a un claro de bosque, Mti Mkubwa. Sigue lloviendo, mientras los porteadores arman las tiendas y los excursionistas se distraen fotografiando los cuervos, atraídos por la posibilidad de comida. Día insípido, poco que contar de la jornada inaugural: frío (no mucho), lluvia (no mucha), paisaje (nada digno de mención).

Una sopa caliente y a dormir...

 

La idea de subir el Kilimanjaro, ahora lo sé, está en la mente de los excursionistas que se toman en serio esto de caminar. Junto con el Campamento Base del Everest (5545 m de altura, 46 km) el Circuito del Annapurna, en los Himalayas, (5416 m, 115 km), el Camino del Inca, que remata en Machu Picchu, en Perú (4208 m, 45 km), el Camino de Santiago, en España (775 km en su versión más popular, el Camino Francés), y otro puñado de rústicas veredas, el Kilimanjaro figura en el top ten de ese masoquista pasatiempo llamado senderismo.

Aparte de ser el pico más alto de África, este paraje tiene un atractivo adicional: con sus 5895 metros, es la montaña más alta del mundo que se puede subir a pie, sin necesidad de escalar. Ciertamente, hay tramos muy inclinados, riscos casi verticales donde hay que trepar sujetándose a las rocas con las manos (y con un precipicio a la espalda), pero en términos generales bastan un par de botas de montaña y mucha ropa térmica para intentar el ascenso. 

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Una densa leyenda rodea el volcán, ahora extinto, sin que haya podido determinarse la fecha de la última erupción. Montaña sagrada para las tribus autóctonas, los chagga, que lo llamaban padre blanco y lo reputaban como morada de los dioses, no fue vista por un occidental sino hasta 1848. El reporte del avistamiento de sus nieves eternas, atribuido al explorador alemán Johannes Rebmann, provocó una gran polémica en los círculos intelectuales de Europa, y en especial en la muy flemática y muy británica Royal Society, cuyo comité científico estimó ‘casi imposible y muy improbable’ que existiese un pico nevado tan cerca del Ecuador (para vergüenza de la Royal Society, habría que apuntar que del otro lado del mundo, en la República del Ecuador, situada justo sobre la mitad del mundo, hay 17 picos que lucen nieves eternas).

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"Es la montaña más alta del mundo que se puede subir a pie, sin necesidad de escalar..."

Encontrar la montaña y tratar de subirla fue una sola cosa, pero los intentos fracasaron durante décadas. Mucho tuvo que ver la fisonomía del volcán, cubierto de nieve y glaciares en su mitad superior. Al final, el alemán Hans Meyer y el austriaco Ludwig Purtscheller alcanzaron la cumbre en 1889, acompañados por el guía Yohanas Kinyala Lauwo. Una hazaña en toda la extensión de la palabra, pues Meyer y Purtscheller recorrieron a pie los 300 kilómetros que separan la base de la montaña del puerto de Mombasa, sobre el Océano Índico, viviendo de la caza y la recolección de frutos y raíces, con su equipo de guías y porteadores. Luego, tardaron casi seis semanas en alcanzar la cumbre.

El novelista Ernest Hemingway también contribuyó a la fama del volcán con su relato Las nieves del Kilimanjaro, ciertamente no el mejor de sus textos. En su estilo lacónico, repleto de diálogos inconexos, cuenta la vida de un escritor que espera la muerte, con una pierna gangrenada y repetidas ingestas de whisky, en un campamento de cacería, ubicado al pie de las nieves eternas. Sobre la montaña, que nunca subió ni intentó subir, Hemingway apunta: “Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando por aquellas alturas”. Una chapuza, pues los cuerpos a esa altura nunca se vuelven esqueletos: se congelan.

El relato de Hemingway, escrito en 1937, fue llevado a la pantalla quince años después, con un reparto estelar: Gregory Peck y Ava Gardner. Un éxito de taquilla, pero un desastre de producción: la película es incluso más mala que el libro. Como sea, en el cartel promocional aparecía un idílico volcán nevado y unos guerreros masai cazando fieras salvajes.

Era un Kilimanjaro diferente, que parecía sólido y eterno. El actual está amenazado e indefenso. Hace dos o tres décadas, a causa del calentamiento global, las nieves eternas se empezaron a derretir. El manto blanco inició su migración de las laderas, dejando al descubierto las rocas volcánicas. Los glaciares se retrajeron, convirtiéndose en profundos surcos resecos. El Kilimanjaro ha sufrido como pocos parajes la emisión de gases carbónicos y se estima que hacia el año 2050 sus nieves eternas sólo existirán en las fotografías.

Esa tragedia ecológica tuvo su lado bueno (es un decir).

Sin nieve ni hielo, el volcán es mucho más fácil de subir (es otro decir).

Al menos, la cumbre inaccesible se volvió una extenuante posibilidad para las docenas de excursionistas que se afanan por llegar a Stella Point, confiados en la patraña de que sólo faltan cincuenta metros para alcanzar la gloria.                              

Continuará...

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