De Cancún al Kilimanjaro V

Por fin, el Kilimanjaro se deja ver en plenitud, pero el macizo rocoso no parece fácil de escalar.

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Durante días, hemos caminado entre las nubes, rodeados por una película húmeda y lechosa. Hemos vivido sumergidos en esta cápsula vaporosa y fría: caminando, descansando, durmiendo, avanzado, tiritando, desesperando porque nada se alcanza a ver desde el interior de esta pared traslúcida. 

Así pasan las horas y los días, pero como sea, vamos subiendo, cada día un poco más, así que, si la lógica no miente, tarde o temprano nos va a suceder lo mismo que a los cohetes, o sea, vamos a salir de las nubes… ¡por arriba! 

Ese día es hoy. Al salir el sol, la montaña nos regala un paisaje fantasioso: un mar de nubes se extiende a los pies del campamento de Barranco. Es una alfombra homogénea, con textura de algodón, sin crestas, que cubre por completo el horizonte. En el costado derecho, un cono gris rompe la pradera uniforme: es el monte Meru (4,566 m), la segunda cumbre más alta de Tanzania, cuyo cráter simétrico se alcanza a asomar sobre el manto lechoso.

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Y ese no es el único espectáculo.

Desafiante, sobrecogedora, Great Barranco Wall, la Gran Pared de Barranco, impone con su rotunda presencia. No hay palabras apropiadas para describirla: son 380 metros de muro casi vertical, que a primera vista se antojan imposibles de subir, y menos sin equipo. Una observación cuidadosa, con los binoculares, corrige el error: una vereda de cabras, poco más que una cornisa serpenteante, remonta la pared en ángulo increíble. Mientras despachamos el desayuno, el guía Josephat nos va indicando el trazo de la senda, apenas visible en el fondo tostado del despeñadero. 

Muy temprano, los grupos inician la escalada. La ropa multicolor de los andarines, rojos, naranjas, pero sobre todo amarillos, se distingue claramente sobre el oscuro telón de fondo. En cámara lenta, las caravanas van remontando la cuesta, una detrás de otra, hasta que una finísima raya de colores alcanza la mitad del muro.

Es un espectáculo hipnótico, digno de verse, pero para nosotros ya es hora de iniciar la ruta. Tras cruzar el lecho seco del río, empieza el ascenso. Las peores sospechas se confirman: la vereda no sólo es escabrosa, también es resbaladiza. Encorvados, pegados al muro, probando la firmeza de las piedras antes de dar el paso, utilizando los bastones para guardar el equilibrio, poco a poco ganamos altura. Las piernas doloridas, el aliento entrecortado, el pulso acelerado, el sudor bajo la ropa helada, todo se hace presente, súbita, inexorablemente. 

(Siempre me he preguntado, y es una experiencia que comparten muchos andarines, cómo es posible remontar una montaña completa, si los signos de cansancio pasan la factura desde el inicio de la marcha. Subes el equivalente de dos tramos de escalera, unos cuantos metros, y ya las piernas protestan, y ya falta el aliento. Y todavía no empiezas.)

Vamos muy despacio. Más vale paso que dure, dice el refrán, y eso es exactamente lo que hacemos, un ritmo pausado pero constante. El lecho del río, el bosque de los senecios, el sitio del campamento, todo se va reduciendo mientras subimos, hasta adquirir dimensiones minúsculas. 

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Un trago de agua y una barra de chocolate nos caen de perlas tras una hora de marcha. El día está frío, y de pronto soplan rachas gélidas, pero en general el clima es aceptable, y el sol brilla por todo lo alto. Hay que seguir (y repetir el guión): otra hora de subida, otra ración de agua y chocolate. Luego empieza la parte más áspera: ya cerca del borde superior, la vereda desaparece. Hay que subir gateando un buen trecho, unos tres cuartos de hora, aprovechando las salientes de las rocas, muy pendientes de los resbalones, jugando a lo que hace la mano, hace la tras. 

A las tres horas exactas, la prueba ha sido superada. En el borde superior del muro, no precisamente una cima, todo es algarabía. Los andarines celebran: se toman fotos, se ríen, se felicitan, se animan. Abajo, casi 500 metros abajo, la capa de nubes cubre la planicie. Pero todo mundo está viendo hacia arriba: gris y lúgubre, ataviado con sus glaciares moribundos, el imponente macizo del Kilimanjaro parece al alcance de la mano. 

Bueno, eso será otra historia. Por hoy, lo que resta es atravesar un ancho valle rocoso, donde la vegetación ha desaparecido por completo, dando paso a la tundra. Al final de este páramo siniestro, sobre una encrespada loma, se encuentra el penúltimo campamento, Karanga Hut. Como los anteriores, no es más que otro paraje lunar, un pedregal inhóspito, pero tiene un atractivo único: sobre el talud rocoso, por primera vez, se observa con claridad la silueta cónica y sugerente de la montaña más alta de África. 

La tercera joya de la corona tanzana se llama Zanzíbar.

Isla tropical, casi situada sobre el Ecuador, con un buen puerto en la costa y una fértil planicie en el interior, este pequeño apéndice africano, más o menos del tamaño de la Reserva de Sian Ka’an, cumple todos los requisitos para ser tierra de conquista.

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Y en efecto, lo fue. Primero por los árabes, que la hicieron célebre en el mundo como la Isla de las Especies. Aquí recalaron los feroces piratas de las novelas de Salgari, aquí los portuguesas traficaron esclavos (dos siglos fue colonia lusitana), aquí hubo sultanes que mantuvieron fastuosas cortes (tras su reconquista por el sultanato de Omán), cuando en la vecina Tanzania, entonces llamada Tangañica, no había más que una llanura repleta de tribus salvajes y de fieras salvajes.

Tangañica, vale decirlo, fue un invento del hombre blanco. Hacia principios del siglo XIX, los británicos conquistan Mombasa, un antiguo puerto sobre el Mar Índico, también de orígenes árabes, y alentados por el designio imperial, deciden construir un ferrocarril hasta el Lago Victoria, en el centro del continente. La estación más importante de la vía férrea, Nairobi, terminaría por convertirse en la capital de la llanura (y la llanura terminaría por convertirse en otro país inventado, Kenia).

Los alemanes, imperialistas tardíos, llegaron por el sur unas décadas más tarde. Sometieron otro puerto de mar, también de raíces, árabes: Dar es Salam. E inventaron otro país, que con afán burocrático llamaron África Oriental Alemana, luego bautizada por los británicos como Tangañica (al término de la I Guerra Mundial).

Zanzíbar, mientras tanto, alcanzaba por testamento el estatus de reino independiente, cuando el sultán de Omán dispuso que a su muerte la nación se dividiera: Omán, para su primogénito; Zanzíbar, para el hijo siguiente. Así vivió la isla unas décadas de escasa gloria, hasta que los británicos, con su amplio repertorio de trucos expansionistas, corrieron al sultán a cañonazos. 

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Zanzíbar se liberó de la pérfida Albión en 1963, un año después que Tangañica. Y en un acuerdo frágil (y quizás quebradizo), los líderes de las independencias, Julius Nyerere por Tanzania y Abeid Karume por Zanzíbar, decidieron unir en matrimonio a sus desiguales naciones, dando así paso a un invento del hombre negro: Tanzania.

Hoy, medio siglo después, Zanzíbar aún no está contento con el acuerdo. De isla más o menos próspera, pasó a ser una región no tan próspera de una nación empobrecida. La queja local es recurrente: ellos trabajan, ellos producen, ellos pagan impuestos, y el gobierno central los ignora y los relega. También incide en el diferendo que la totalidad de la población isleña es islamista, herencia directa de los felices días del sultanato, mientras la mayoría del macizo continental profesa la fe cristiana.

Diferencias aparte, Zanzíbar es una isla encantadora, con todos los ingredientes propios de los paraísos tropicales: playas blancas, aguas cristalinas, peces de colores, bosques de cocoteros. Pero lo mejor es la ciudad: un casco antiguo decadente, Stone Town, verdadero laberinto de callejuelas y plazas, palacios y mezquitas que dan cuenta del esplendor perdido, cultura de muchos siglos, tradiciones que están a flor de piel (empezando por una cocina deliciosa, mitad hindú, mitad árabe, con sus toques africanos), y una gente alegre y juguetona, que se toma con total desparpajo su actual condición de destino turístico.

Ese es el mundo encantando donde Roy, el ciclista frustrado, quiere rematar el desafío. No está mal: quedan por delante algunas penurias, pero el paraíso está tras lomita.   Continuará.

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