Después de Colón, seguimos nosotros

El “día de la raza” o “Día de la Hispanidad”, es una de esas fechas fundacionales que trascienden el hecho en sí mismo...

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El “día de la raza” o “Día de la Hispanidad”, es una de esas fechas fundacionales que trascienden el hecho en sí mismo, gracias a sus múltiples y controvertidas consecuencias, origen único y verdadero de nuestra cultura, aún cuando no queramos aceptarlo.

Desde que se conmemoró el quinientos aniversario del día en que Cristóbal Colón se tropezó con América, el revisionismo histórico tomó su lugar en los debates relacionados con esta jornada. Antes, pocos mexicanos ponían en entredicho la celebración del llamado “día de la raza”, embebidos con el relato de las joyas de Isabel de Trastámara y el incomprendido navegante genovés.

Sin que las redes sociales siquiera existieran, el debate fue álgido, agrio, y tristemente, poco edificante, generando más problemas que soluciones en una discusión sobre la cual sólo había dos bandos: los pros y contra. Aunque, como sucede hoy en día en Twitter y Facebook, será realmente escasos los que entiende a favor de qué y en contra de quién es la discusión.

Hoy, la gesta colombina es mucho más interesante al calor de las realidades, la difusión de información por la vías digitales que ayuda muchísimo a matizar los mitos fundacionales, y ya es cosa común no ver solamente el hecho en sí mismo, sino sus consecuencias culturales, sociales y económicas, a tal grado que 527 años después, aún las vemos claramente en varias costumbres y modos de ver el mundo y su historia.

Y es en este punto, donde descansa el verdadero significado de esta fecha, y el motivo para celebrarla, sino en todo lo alto, sí con el debido respeto como hecho trascendental de nuestra identidad. Mestizaje es la palabra que mejor define el producto final del viaje de Colón por la Mar Océano. La mezcla cultural e ideológica emanada del choque entre las civilizaciones europeas y de los naturales de estas tierras, forma el bagaje de costumbres que hoy tenemos, disfrutamos, y tristemente, padecemos.

Nos guste o no, nuestros progenitores son de ambos lados del océano Atlántico, y esto es lo más difícil de aceptar para el mexicano contemporáneo, embobado en las discusiones bizantinas que desata este tema dentro y fuera de las redes sociales, sin la capacidad de ponderar los hechos bajo la óptica de la historia misma, pues gusta de juzgar a los hombres del siglo XVI con los estándares del XXI, algo muy propio de esta generación.

En México, el 12 de octubre pasó sin pena ni gloria, relegado a la historia de las carabelas –que no todas lo eran-, los hermanos Pinzón y las joyas de la reina. Para darle un sentido crítico, veraz y enriquecedor, debemos analizar las consecuencias del choque cultural alejándonos de las reivindicaciones de la raza de bronce vencida, apartando de nuestras mentes los sofismas del neo-indigenismo que tanto daño nos están haciendo.

Le llamo neo-indigenismo a la visión endulzada de las culturas prehispánicas, aderezadas de posicionamientos mesiánicos como autoproclamarlas como el origen único de lo que hoy consideramos como “México”, sin tomar en cuenta la aportación de Europa en nuestra formación, costumbres, idioma e ideología, pues si bien es cierto que las culturas indígenas sufrieron el saqueo de sus civilizaciones, también lo es que éstas hacían lo mismo con sus vecinas, y no por ello estamos tachando de “asesinos” a los crueles aztecas, o de “nobles criaturas” a los tlaxcaltecas.

Bajo estas premisas ideológicas se basa la eterna orfandad del nuestra nación: deseosa de tener dos padres, pero incapaz de reconocer los errores de uno y los aciertos del otro, pues sí lo lograra, descubriría que su (nuestra) tragedia, no es producto de agentes externos, sino de la incapacidad para aceptar la realidad, aún en estos tiempos en lo que la información está al alcance de la mano.

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