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Según el Harvard Business Review, las empresas y las instituciones continuamente intentan mejorar su rendimiento. Dicho de manera más fácil de entender: desean hacer mejor su trabajo. Sin embargo, frecuentemente fracasan en estos intentos. ¿Cuál es la razón? Muy sencilla: para mejorar es necesario primero aprender. Y aprender no es fácil.

Muchos profesionales, ejecutivos y funcionarios conocen esta relación entre aprendizaje y mejora. Quizá, porque han leído acerca de lo que se conoce como la Organización que Aprende (la OQA). Peter Senge es uno sus gurús; Ikujiro Nonaka, otro. El primero receta cinco tecnologías, que él llama disciplinas, capaces de aumentar la capacidad de aprendizaje de una organización. Nonaka prescribe la utilización de metáforas y otras herramientas cognitivas para hacer explícito para todos lo que la organización sabe, pero no sabe que lo sabe. Todo suena muy bien, pero no es miel sobre hojuelas. Lo que proponen es deseable, como un idilio; y como todo enamoramiento, resulta poco realista.

¿Qué es lo que no funciona en estos intentos bien intencionados de mejorar? Varios puntos: el concepto de OQA es poco claro, poco práctico y carece de referentes medibles. La OQA es un lindo sueño de opio administrativo. Según esta visión, una organización así se caracteriza por su alta competencia para crear, adquirir y transferir conocimiento, modificando su comportamiento y aumentando su rendimiento. Es un lindo sueño, en verdad. Lo es porque los sueños siempre han tenido la virtud de guiar a la realidad, lo que la transforma. Son mapa y brújula.

¿En qué sueña la OQA? En ser más adaptable a un entorno volátil, más flexible, en experimentar e indagar más, en aprovechar y nutrir el potencial de quienes trabajan allí, en tener equipos felices, en crecimiento profesional y en amplio disfrute de la vida y no solo del trabajo. Qué lindo sueño, ¿verdad? Pero hay más, mucho más: sueña en tener una estructura plana (con pocos jefes), en independencia para pensar y actuar, en sistemas informáticos al alcance de todos… Si todo esto pudiera ser cierto, sería sensacional: tendría un efecto duradero en toda la organización, lo que detectaría y corregiría los errores y las disfunciones. Hermoso, en verdad. Pero, ¿por qué dudar de lo bello?

Porque lo bello implica siempre lo feo. Comencemos con algo que se conoce como cultura organizacional, que no es toda fea. Se trata de las creencias sobre el trabajo que tienen quienes pertenecen a una organización. La cultura organizacional de una OQA, según Chris Argyris, se basa en creer que las personas siempre quieren aprender y contribuir, siempre son confiables y nunca sienten miedo de cometer errores (ya que son la fuente de la mayor parte del conocimiento útil).

Lo feo de la cultura organizacional radica en que lo recién explicado simplemente no existe. Las personas, todos nosotros, no siempre queremos aprender ni contribuir, no siempre somos confiables y, particularmente, tenemos un miedo espantoso a equivocarnos frente a todos los demás (con justificada razón). Lo más importante, somos capaces de hacer grilla para adquirir poder, influir en las decisiones a nuestro favor y protegernos de las consecuencias de nuestros errores, lo que siempre da al traste con cualquier intento de aprendizaje colectivo. La grilla es el coco de la OQA.

En resumen: la literatura de la OQA es idealista más que realista… y por lo mismo, es ingenua. ¿Debemos desecharla? De ningún modo. Lo que hay que hacer para acercar el sueño a la realidad es practicar el Aprendizaje Organizacional (el AO), que es harina del costal de la siguiente entrega de esta columna.

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