El “nazi” que todos toleraron

En la segunda mitad de la década de los años 80, del siglo pasado, conocí y traté a un joven cuyo padre era de nacionalidad alemana y su madre mexicana...

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En la segunda mitad de la década de los años 80, del siglo pasado, conocí y traté a un joven cuyo padre era de nacionalidad alemana y su madre mexicana, una mujer de honras raíces mayas. Incursionó a los doce años en las drogas y al cumplir los quince, empezó a mostrar síntomas visibles de que algo en su cabeza no andaba bien: decía que escuchaba unas voces en su interior que le ordenaban realizar tal o cual conducta y en ocasiones su identidad la trasmutaba por otra. La que más persistió fue la personificación de un nazi, de ahí el apodo que se ganó a pulso hasta el día de su muerte.

A los dieciséis años se escapó de su casa y anduvo extraviado por más de dos semanas. Anuncios con su fotografía daban cuenta de una pequeña recompensa para quien aportara datos de su paradero. Dos semanas después un pescador informó que lo había visto por el rumbo situado entre Punta Sam e Isla Blanca. Con su incipiente barba sin rasurar y acompañado de una Biblia y cuatro perros que le siguieron durante su desquiciada aventura, se dedicó a pregonar, a su manera, la Palabra de Dios, pero advirtiendo que estaba ahí en busca de doce discípulos. Como era de esperarse, ningún hombre de mar le tomó la palabra y simplemente lo dejaban hablar sin darle mayor importancia; se reían a sus costillas y a veces de frente porque entendían que el muchacho no estaba cuerdo y éste al ver sus rostros alegres pensaba que la semilla sembrada empezaba a germinar…

Pero al cumplir veintiún años, el joven cuya fisonomía era muy parecida a la de su padre, empezó a hablar cada vez con mayor frecuencia de los nazis, aunque sus versiones muchas veces estaban fuera de proporción ante la falta de un conocimiento auténtico. Y luego empezó a simular el saludo nazi, extendiendo su brazo derecho con energía y gritando el nombre de Hitler. Pronto se hizo de unas botas de uso militar, se ajustó una camisa café y se adhirió en el hombro la imagen de una suástica que él mismo dibujó en un retazo de tela negra con un plumón rojo. Y sus desvaríos, una vez que fue diagnosticado con esquizofrenia, ya nadie los pudo parar, solo él cuando decidió, una tarde poco antes de cumplir los treinta años de edad, ingerir una sustancia química que le perforó los intestinos.

El joven enfrentaba una severa enfermedad mental, y eso lo entendían los vecinos de la Ruta Siete, y no sólo lo toleraban, sino que comprendían su estado de salud. En varias ocasiones cuando se ponía incontrolable e iracundo ellos mismos ayudaban a su madre para maniatarlo y llevarlo a Mérida, para su inmediata internación en el Hospital Siquiátrico, donde pasaba meses recluido hasta que la lucidez le volvía – al menos temporalmente-. Por eso mismo, cuando el joven, en sus prolongados intervalos de enajenación, gritaba a todo pulmón -con su habitual acento yucateco- infinidad de insultos, exabruptos, maldiciones y toda clase de epítetos peyorativos contra “los mexicanos y sus descendientes” argumentando que él era de una raza superior; sus oyentes sólo exclamaban con un dejo de tristeza, “pobre muchacho, se quedó loco para toda la vida”.

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