La envidia: el combustible del populismo
La profunda desigualdad social que aqueja a nuestra América no es solamente el resultado...
La profunda desigualdad social que aqueja a nuestra América no es solamente el resultado de la ineptitud o corrupción de los políticos, esa es una visión parcializada de un problema mucho más complejo. La identidad del latino es el resultado histórico de un cúmulo de influencias, positivas y nocivas, que moldearon un carácter y una manera única de manejar los estímulos externos.
La influencia piadosa, pero a la vez retrógrada, del catolicismo sincrético creó un potaje singular de autocompasión, sacrificio y, sobre todo, una profunda resignación, que a la larga fue el peor efecto social que tuvo la fe de Roma sobre millones de Latinoamericanos. El uso de la fe como estigma de posición social insalvable sumió a decenas de generaciones en un letargo social que ocasionó un profundo atraso.
Todo ello sumado al infortunio que tuvimos de pertenecer como colonia a un imperio en decadencia. La gloria del imperio hispano no pasó de su tercer monarca, ya con el hijo de Felipe II, el pusilánime Felipe III, la influencia de España en todo el orbe comenzó a decaer y fue precisamente en esos tiempos donde se empezó a gestar la identidad latinoamericana. Condenados a una fe que en esa época era paralizante y a una metrópoli decadente cuya magnificencia dio paso a un mazacote de burocracia y aburrimiento.
Y así, entre cruces, ídolos sangrantes, hieráticas estatuas de reyes lejanos y funcionarios corruptos españoles y criollos nos fuimos haciendo nosotros mismos. Un parto doloroso que dio como resultado una identidad colorida y llena de luces, pero también de sombras.
La imposibilidad de sobresalir o prosperar en medio de puestos ya ocupados o asignados sin el menor recato o consideración de competencia, grandes latifundios y un ambiente general que impulsaba la resignación como mayor virtud, fue lo que ocasionó un carácter que se vio atado de manos ante su destino.
La única vía entonces que nos quedó fue el pillaje y la corrupción, lamentable herencia de nuestros años mozos. Los políticos y empresarios corruptos no son provenientes de un planeta lejano, somos nosotros mismos, pero más hábiles y con menos escrúpulos. De ahí el profundo resentimiento entre todas las clases sociales de nuestra América que se traduce en una profunda y triste envidia (unos de los pecados capitales menos placenteros que hay).
Desafortunadamente el estigma que pesa sobre los exitosos se ha convertido en una mancha deforme que agrupa a virtuosos y trabajadores en el mismo saco que corruptos y villanos. La envidia los tilda a todos por igual, buenos y malos, al extremo que el éxito sea bien o mal habido es síntoma de pillaje. Es entonces cuando varios políticos hábiles han sabido alimentar este lamentable efecto, que sigue paralizando el desarrollo social, como una herramienta a su favor. Usan la envidia y el estigma como faro sin dar soluciones.
Alimentan lo más mezquino que puede ocasionar la amargura de los humildes y en lugar de ponerles una escalera cerca para que prosperen (sobre todo educación de primer nivel y salud universal de calidad, sueños utópicos cada vez más lejanos), les proponen la igualdad de suerte para todos. Sin palabras explícitas dejan claro que su misión no será el progreso o las garantías sociales, sino la igualdad en miseria. Ya no habrá a quien mirar con envidia; pero tampoco habrá a quien mirar con esperanza y tomarlo como ejemplo para luchar con tesón para lograr el éxito bien habido.