Eduardo, el tigre y la zorra

Otro personaje muy destacado que conocí en mi remotísima juventud, fue Eduardo Lizalde, quien aconteció en el centro cultural donde yo trabajaba entonces, para ofrecer un recital de su espléndida poesía.

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Otro personaje muy destacado que conocí en mi remotísima juventud, fue Eduardo Lizalde, quien aconteció en el centro cultural donde yo trabajaba entonces, para ofrecer un recital de su espléndida poesía.

En esa lejana ocasión, Eduardo Lizalde llegó acompañado de una bella muchacha, nada menos que Andrea, hija de Efraín Huerta.

Los jóvenes que formábamos cofradía en aquel “puerto bullente que a desbordes y grescas anima” (Díaz Mirón), ya habíamos leído los versos terribles de El tigre en la casa (Premio Xavier Villaurrutia, 1970), v.gr.: “Hay un tigre en la casa / que desgarra por dentro al que lo mira. / Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, / y sólo puede herir por dentro,  y es enorme: / (…) / Ni siquiera lo huelo,  / para que no me mate.”

Evidentemente, nos extasiábamos con estas líneas, que nos traían a la mente poemas de William Blake, de Rimbaud, de Baudelaire. Sin embargo, a pesar de los versos citados, de estirpe maldita, su autor es más bien un caballero, una persona tierna, o quizá enternecida por la presencia contigua en ese tiempo, de la hermosa Andrea, pero de todos modos un ser “alado, ligero y sagrado”, como define Platón a los poetas.

Lo recuerdo ahora porque es memorable, como diría Pero Grullo, aunque más cierto es que estas reminiscencias vinieron a mí, porque este 8 de noviembre, la Secretaría de Cultura Federal anunció que Eduardo Lizalde, obtuvo el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria en el Idioma Español 2016.

En aquel tiempo en que conocí a Eduardo y Andrea, la poetisa Isabel Fraire me había comentado que Lizalde es un poeta de pasmosa lucidez, lo cual pude comprobar durante la reunión que se hizo luego de la lectura que el visitante hizo en el mencionado centro cultural, convivio donde Lizalde habló de un tema que en lo particular me atrae mucho: la prosa poética.

Debo aclarar al respecto, que este último término se refiere a otro tipo de escritura, muy distinto al que se denomina poesía en prosa, que consiste en una composición lírica sin acudir a los versos, ya sean éstos con rima o sin rima, medidos o “libres”.

Con la definición “prosa poética”, tampoco aludo a esa escritura que Borges llama burlonamente “prosa rimada”, para referirse al muy común defecto de incurrir en cacofonías o palabras con la misma terminación, bastante cercanas unas de otras, que producen un sonido chocante. O como dice más precisamente la siempre útil Wikipedia, “cacofonía es el efecto sonoro producido por la cercanía de sonidos o sílabas que poseen igual pronunciación dentro de una o varias palabras cercanas en el discurso”.

Al respecto y como ilustración de otra clase de cacofonía, que también lastima al oído, veamos el ejercicio de mecanografía que familiariza el dedo cordial izquierdo con la letra C: “Cuando cuentes cuentos cuenta cuántos cuentos cuentas.”

Prosa poética, según mi arbitrario entender, es aquella poesía que surge espontáneamente de una obra, sin que el autor haya querido escribir un poema, como lo son la gran mayoría de los Diálogos de Platón; la novela Los cuadernos de Malte Laudris Brigge, de Rilke; la novelaEl principito, de Saint-Exupéry; Así hablaba Zaratustra, tratado de Nietzsche, que además de poético es un libro filosófico y heresiarca —o sea, fundador de una nueva religión. Y también, para orgullo de Chetumal, la novela Garabato, del joven capitalino aunque radicado en la blanca y espiritual Mérida, Yucatán, José Castillo Baeza.

Sin embargo, regresando a Eduardo Lizalde, comprobemos que hay justicia poética en el mencionado premio, así como concordancias inequívocas entre su afición a la prosa poética y lo que he tratado de explicar en los párrafos anteriores. He aquí, pues, su poema Prosa y Poesía, dedicado a Carlos Fuentes: “La prosa es bella / —dicen los lectores—. / La poesía es tediosa: / no hay en ella argumento, / ni sexo, ni aventura, / ni paisajes, / ni drama, ni humorismo, / ni cuadros de la época. / Eso quiere decir que los lectores / tampoco entienden la prosa.”

Otro libro fascinante de este personaje, es La zorra enferma (Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, 1974), publicado pocos años después de la referida visita de su autor al puerto donde yo vivía.

Este poemario no es apto para declamaciones, a menos que los organizadores de una lectura en voz alta se arriesguen a suscitar emociones incontrolables en el público, por el sencillo pero inquietante hecho, de que en La zorra enferma, como su nombre sugiere, la voz cantante es la de un escéptico absoluto, o más precisamente, la de un personaje que descree de los buenos sentimientos innatos que, por ejemplo, pregonaba Rosseau con su teoría del buen salvaje.

Al contrario, los poemas “zorrunos” son según creo, el resultado de esa extrema lucidez, que puede ser una tortura en ciertos casos, resultado también de un fenómeno de gran impacto en el mundo entero; quiero decir en el orbe intelectual: la entronización del postmodernismo, entendida esta etapa histórica, como la desilusión del progreso, la certidumbre de que la libertad por medio del conocimiento, que pregonaron los Enciclopedistas y que dio origen a la Era Moderna, ha muerto igual que el Dios de Nietzsche: asesinado por sus propios creyentes.

En otras palabras, tal vez más serenas, quiero decir que en La zorra enferma, Lizalde se refugia en el mero placer corporal, en el instinto animal, con toda la crueldad que ello implica, porque los valores clásicos de la humanidad han sufrido una total transvaloración, por el peso y el paso de la Historia; y mientras esos valores se acomodan, mientras aguardan a que haya condiciones externas propicias para renacer, sólo le queda al poeta, testigo fiel y actor genuino de su tiempo, dar voz a las pulsiones humanas, demasiado humanas, que dominan sus apetitos carnales y sus sentimientos hacia el prójimo y hacia el mundo.

Bajo esta óptica, se nos hacen transparentes los versos de La zorra enferma, y comprendemos asimismo, por qué se considera a Lizalde un gran poeta. Así pues, leamos y oremos:

“Si pierden la razón las flores / cuando tú las miras, / si como en anteriores siglos / se deshojan al tocarlas, / si al tacto mueren, / si no responden claro / cuando las interrogas, / la razón te asiste: / estás enfermo / y el mundo está construido / para tu desgracia. / El mundo tiene exactamente, cruel, / la forma de tu sufrimiento.”

Eduardo Lizalde tiene 87 años cumplidos. Me complacen dos hechos: que llegue a tan envidiable edad, y que se siga premiando su obra, que todavía es patrimonio de una élite, pero que con el paso del tiempo, como todas las creaciones en verdad geniales, pasan a ser bien conocidas por el gran público, y aún más: pasan a ser pensamientos u oraciones del lenguaje cotidiano.

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