Guerrero, los culpables

El tiempo político cambia, exige nuevas actitudes y distintas aptitudes, pero permanece fiel a ella misma la costumbre...

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El tiempo político cambia, exige nuevas actitudes y distintas aptitudes, pero permanece fiel a ella misma la costumbre, el hábito en el oficio del poder, que se ejerce conforme al carácter de quien, o quienes lo detentan.

Pensar que las consecuencias de lo ocurrido en Iguala -como corolario o cereza de la violencia acumulada desde que Felipe Calderón determinó acabar con el narco a sangre y fuego- modificarán el modelo político y el estilo de gobernar, es una ingenuidad, son ideas que sólo pueden concebirse pacheco.

Desconozco el número de organizaciones de familiares de desaparecidos, que se diluyen en la anomia económica y en el desinterés político y social. A ellas se sumarán las que surjan al calor de las incineraciones de Cocula, Guerrero, porque el elan con el que ahora se mueven y confrontan al poder, menguará en la medida en que disminuyan los dineros que les facilitan transportes, y toda la parafernalia que se requiere para mantener en el recuerdo tamaño agravio.

Hay ya un indicio para desacralizar su “sacrificio”, porque -aseguran- los 43 muchachos calcinados de ninguna manera eran una perita en dulce, pero, me pregunto, ¿quién a esa edad acata disciplinadamente la voluntad de la autoridad y las normas sociales?

Junto con el olvido de la atrocidad que les quitó la vida, crecerá la ignorancia del móvil que determinó su muerte, y sin motivo para quemarlos y desaparecerlos, cómo pueden fincarse responsabilidades, cómo puede determinarse quién o quiénes son los culpables anónimos de lo que carece de lógica y sentido.

Lo ocurrido es como esa reflexión de la novela de Javier Marías, donde el autor saca del caletre de su personaje lo siguiente: “Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, cada uno con sus pensamientos y fines particulares e intransferibles, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez, por quienes en otro tiempo habrían dado la vida o habrían matado a quien los amenazara, es posible que se hubieran enfrentado a sí mismos de haberse visto en el futuro, dispuestos a asestarles el golpe definitivo que ahora ya se aprestan a descargar sobre ellos sin remordimiento ni vacilación”.

Acá, José Alfredo Jiménez lo habría resumido así: arrieros somos y en el camino andamos.

Por lo pronto, todo abona al olvido. 

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