La escuela es un infierno

Tiene pocos días que ingresaron a clases las nuevas cuadrillas de estudiantes. Temor o emoción; flojera o entusiasmo...

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Tiene pocos días que ingresaron a clases las nuevas cuadrillas de estudiantes. Temor o emoción; flojera o entusiasmo, suelen ser los extremos que uno siente cuando se dirige al colegio el primer día de clases, y más cuando se ha pasado al siguiente nivel educativo. El primer par de meses uno dice: “el tiempo pasa demasiado lento” y cuando se está ya en los últimos: “el año pasó muy rápido”. O a veces aquel lugar se convierte en un infierno que parece interminable o incomprensible.

Los responsables de ese infierno son a veces los alumnos y a veces los maestros, o suele suceder que ambos toman participación. Aceptémoslo, muchos profesores son verdaderos demonios. Demonios de los que a veces podemos llegar a pensar que no tienen más fin en la vida que el de someter a la tortura, cuyos mandatos se llaman “tareas” y cuyo látigo son las planas. Apenas hace poco el sistema educativo se regía con aquel lema de “la letra con sangre entra”, como el título aquel cuadro pintado por Francisco de Goya. Y sobre esto no hay mejor ejemplo que el de la profesora Dolores Umbridge, de Harry Potter.

Pero incluso aquel infierno es soportable. ¿Pero, y aquel que los propios alumnos crean? Es decir, muchos alumnos tienen miedo a la escuela, pero no por las tareas ni por los maestros, sino por la crueldad de sus compañeros. Y la escuela, aquella institución educativa, se convierte en ese semillero donde germina lo peor de los seres humanos. Donde las diferencias físicas y mentales son motivo de burlas, donde la intolerancia lleva a los golpes.

La verdadera educación no es deber de la escuela, sino responsabilidad de cada familia. En la escuela simplemente recibimos conocimientos. Pero nosotros decidimos qué hacer con ellos. La verdad es que difícilmente nos acordaremos por mucho tiempo de lo que se enseña en la escuela, pero lo que vivimos como estudiantes, la manera en que se sobrelleva la carga educativa, la forma en que convivimos con los demás, es algo que definitivamente nos marca. No se debe sólo intentar comprender textos, sino más aún, la comprensión debe tenerse entre maestros y alumnos, y entre compañeros. De nada sirve aprenderse la tabla periódica, saberse las etapas históricas o los modelos económicos, si antes no se aprende a relacionarse con los demás, a tolerar las distintas formas de pensar y de vivir, a convivir en sociedad.

Eso no quiere decir que el conocimiento no sea importante. Tiene una importancia tremenda. Pero sólo sirve cuando se enseña en un ambiente tolerante y sólo se aprovecha cuando uno tiene deseos de ella. La escuela puede verse como un río, se puede decir que es bueno que exista, pero sólo se bebe de él cuando se tiene sed. Y cuando la paciencia es inexistente, se crea aversión por el conocimiento; cuando hay ausencia de estrategias educativas, el estudiante ejercita la habilidad para memorizar, en vez de poner empeño por comprender.

La escuela suele atrofiar las capacidades y obstaculizar el camino de muchos jóvenes. Quizá eso sólo cambie cuando los maestros enseñen a pensar antes que a memorizar; y los alumnos busquen alcanzar habilidades antes que calificaciones.

Como dijo el profesor Maurise Debesse: “La educación no crea al hombre, le ayuda a crearse a sí mismo”.

La escuela puede ser un infierno. Transformarla depende de todos. Enseñar con respeto y tolerancia es deber de los maestros. Y aprovechar el conocimiento depende de los alumnos.

¿Cómo podemos lograr ver la escuela no como obligación sino como oportunidad? Quizá cuando los estudiantes aprendamos a ver la importancia de las distintas materias, y enriquecer nuestro acervo con ellas. Pero también cuando se identifique desde temprano cuáles son nuestros verdaderos intereses y metas y nos enfoquemos en los estudios que nos permitirán alcanzarlas. La educación será esencial cuando aprendamos a soñar.

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