3 de octubre, no lo olvido

Recuerdo que al oscurecer vi una pila de cadáveres amontonados al lado del atrio de la Iglesia.

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Florestán es un guiño. Florestán

La mañana del jueves 3 de octubre de 1968 me despertó el director de El Heraldo de México, don Gabriel Alarcón, que todos los días llegaba a la redacción a las 8, y me preguntó por qué estaba dormido sobre mi escritorio.

El jefe de información, don Mario Santoscoy, le explicó que había estado trabajando desde la tarde anterior, tras la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.

Y efectivamente, cómo olvidar. Recuerdo que entre los restos arqueológicos de la plaza había cientos de jóvenes detenidos, todos mojados por la lluvia; todos descalzos, por los militares que les habían quitado los zapatos; temblando, por el frío y por el miedo.

Al oscurecer vi una pila de cadáveres amontonados al lado del atrio de la Iglesia, a un costado de la Secretaría de Relaciones Exteriores y, sobre la calle, filas de detenidos que los soldados subían a autobuses del transporte público del Distrito Federal.

Más tarde, colgado de la puerta trasera de una ambulancia de la Cruz Verde, llegué al hospital Rubén Leñero de la Cruz Verde, por el Casco de Santo Tomás, donde cuatro noches antes me había refugiado tras los tiroteos en la escuela de enfermería rural del Politécnico.

Aquella medianoche del 2 de octubre, el Rubén Leñero era el caos: sangre, voces, gritos, muchos policías y vigilancia militar. En uno de los quirófanos, a cuyas afueras había filas de camillas con heridos esperando turno, operaban a Oriana Fallaci, la periodista y escritora italiana alcanzada por las balas en el segundo piso del edificio Chihuahua.

De allí, el regreso, en otra ambulancia a la Plaza de las Tres Culturas. Seguían subiendo a los detenidos en autobuses y los cadáveres habían sido trasladados a la morgue de la tercera delegación, a la que llegué a eso de las 3 de la mañana.

No cabían los cuerpos. Unos apilados en las planchas, otros en el suelo. Y conté, uno, dos, tres, hasta 36.
Me topé con la mirada, muerta, de Ana Cecilia Teuscher, hermana de un compañero del Cumbres, todavía con su uniforme de edecán olímpica, los juegos se iniciaban el día 12, tendida en una plancha. La habían matado de un tiro al salir del cine Tlatelolco.

Todavía la recuerdo.

Una vez más llamé por teléfono al señor Santoscoy, al que, durante todo el conflicto, le enviábamos información que recibía la guardia y que él luego ordenaría y redactaría. Las llamadas eran por los teléfonos públicos de veintes o, en la tercera delegación, por la atención del ministerio público, rebasado y aturdido por los muertos, las actas, los partes.

De allí regresé al periódico para escribir los últimos apuntes, la edición ya había cerrado y me quedé dormido.
Cuando don Mario le contó a don Gabriel lo que había sido mi jornada, me dio la añorada planta. Oficialmente ya era reportero.

Era el 3 de octubre de 1968, han corrido 45 años y no lo olvido. Nos vemos mañana, pero en privado.

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