Algunos maestros

Pese a la simulación generalizada, a las deplorables condiciones materiales y a los malos sueldos, una minoría de docentes ha consagrado sus vidas a construir personas.

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En 1988 dejé de ser maestro, después de siete años. La decisión hizo feliz a mi persona, a los directivos involucrados y aún más a mis alumnos. Era yo un mal maestro. Tras mis primeras experiencias en el aula me di cuenta de que no me gustaba dar clases.

No me entusiasmaba pararme en los calores de mayo frente a un grupo de 72 alumnos embutidos en un salón de 3 x 8 metros, sin ventilación y con pésima iluminación -condiciones normales en aquel Colegio San Agustín- en el que los alumnos suponían -y con razón- que no se les podía reprobar por el solo hecho de no aprender, dado que pagaban colegiaturas.

Los directivos procuraban despejar cualquier duda que los docentes -la gran mayoría estudiantes habilitados en el cargo- pudieran tener al respecto, dejándoles claro que en ello iba su empleo.

El trabajo tenía, eso sí, la ventaja de que rara vez alcanzaba uno el salario mínimo, por lo que quedaba fuera del alcance de Hacienda.

Años después empecé a dar clases en escuelas públicas, donde los maestros eran profesionales, las aulas tenían buena ventilación e iluminación, y había un número razonable de alumnos en cada grupo, amén de una serie de instalaciones adicionales (laboratorios, canchas, talleres y, como novedad en esos años, salón de cómputo).

Sin embargo, los resultados de aprendizaje, la incorporación a las vidas de los alumnos de habilidades, actitudes y conocimientos aún eran muy pobres, y la práctica de simular calificaciones seguía siendo la regla. Alcancé el pináculo de mi carrera cuando di clases en la Normal Superior.

Al final del curso apliqué una prueba de opción múltiple con cuatro versiones, de forma tal que si en una la respuesta correcta era A, en la de un lado era B, en el otro C y en la de adelante D. La rutinaria copia entre los alumnos, todos ellos maestros, resultó en su reprobación generalizada. La travesura concluyó con mi, despido pues, ya se sabe, si tantos alumnos reprueban, aunque sea porque copiaron mal, el problema es el maestro.

Meses después renuncié en definitiva a mis clases de secundaria.

Otros, sin embargo, persistieron. Pese a la simulación generalizada, a las deplorables condiciones materiales y a los malos sueldos, una minoría ha consagrado sus vidas a construir personas.
Va a esos pocos mi reconocimiento en el Día del Maestro.

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