Ante la tragedia de Pemex

El dolor por la pérdida de un ser querido es algo que sólo el tiempo y la más profunda espiritualidad pueden aminorar.

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Los mexicanos hemos sentido en los últimos días tristeza y angustia ante la tragedia por la explosión en una torre de Pemex en la Ciudad de México. El siniestro ha arrojado –hasta el momento– 37 personas fallecidas y buena cantidad de heridos de gravedad.

Sin duda, estos sentimientos no pueden ser comparados con la desesperación y desdicha que han de sentir los familiares de las víctimas. El dolor por la pérdida de un ser querido es algo que sólo el tiempo y la más profunda espiritualidad pueden aminorar.

La angustia que todos sentimos no es para menos. Saber del fallecimiento de alguien por causas no naturales siempre es perturbador. Lo es más cuando existe duda de si el siniestro puede tratarse de un accidente o de un acto deliberado para segar la vida humana.

Nadie merece vivir en la permanente zozobra de estar en una sociedad de violentos en que se atenta contra la vida humana. A los mexicanos –como a toda la humanidad–  nos asusta, nos compunge, nos aterra llegar a los extremos de otras sociedades enfermas,  donde psicópatas ametrallan a indefensos en escuelas, o aquellas en que se asesinan inocentes con pretextos de banderías políticas.

Por fortuna las investigaciones primeras indican que se trató de un evento accidental. Lamentable que se hayan tardado tanto en dar los resultados alentando ese maquiavélico “sospechosismo”,  fruto de la baja credibilidad que a veces tienen nuestras instituciones y también de un amarillismo feroz que prefiere vender noticias y angustia antes que proporcionar verdades que den certeza.

De allí que, aun con lo reprochable de la tardanza, es bueno que se den datos claros, científicos y sobre todo veraces de que lo que aconteció fue un accidente. Si algo hay que rescatar de la angustia y tristeza de estos días será –más allá de suspicacias– valorar la vida propia y la ajena y por ende rechazar la violencia.

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