Carta a los hijos de los secuestradores

Si ante desastres naturales se recibe del exterior ayuda humanitaria, México debe apoyarse, para el rescate de los desaparecidos, en la más avanzada tecnología con la que cuentan otros gobiernos.

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Hasta hoy, 4 de octubre, nada se nos ha dicho de ellos. Ojalá que al aparecer esta columna la pesadilla haya terminado. Lo único cierto son 43 espadas más traspasando el masacrado corazón de México; 43 familias —y con ellas la Patria— mueren la peor de las torturas: esa que cada instante nos mata, para volvernos a matar.

Por eso es necesario soñar que no se los llevaron, sino que ellos se fueron; que esta realidad violenta los llevó a decidir involucrarse en una aventura de la que pronto tendremos noticias y que no tardan en regresar. Este sueño mitigará el dolor y nos permitirá imaginar el abrazo amoroso de padres y hermanos con los que no debieron desaparecer.

Han pasado muchos días y sigue resultando increíble que quienes tienen hijos dispongan, de manera tan abominable, de los hijos de otros; por eso aliviará soñar despiertos.

Pero que nada nos detenga para tratar de evitar que a las cruces de Manuel Serrano, del niño de Puebla, del diputado de Jalisco y su asistente, del dirigente de Guerrero, de los alcaldes de no sé donde, de los policías, militares y marinos caídos, de los 22 de Tlatlaya y de cien mil más, se sumen 43 cruces por esos jóvenes atrapados por la demencia criminal.

Si ante desastres naturales se recibe del exterior ayuda humanitaria, México debe apoyarse, para el rescate de los desaparecidos, en la más avanzada tecnología con la que cuentan otros gobiernos, esa que frecuentemente usan para la guerra.

Abatir aquí la violencia será bueno también para los que brinden el auxilio, habida cuenta que para la maldad todo es tierra de conquista y no hay circunscripciones ni fronteras; por eso se hace impostergable una mayor solidaridad internacional.

Si las noticias que recibimos todos los días evidencian que no cesa la carnicería humana, por haber regresado el culto a Huitzilopochtli en la Piedra de los Sacrificios, es claro que serán insuficientes leyes más severas, nuevos planes oficiales, mayor despliegue de nuestras fuerzas armadas, más cámaras en calles y carreteras, modernas cárceles y avanzados procedimientos penales, así como el grito anual de que “el 2 de octubre no se olvida” y las devotas, numerosas y recurrentes peregrinaciones a La Villa.

Esos esfuerzos y ese culto son buenos y deben continuar, pero recordemos que en 1985 muchos miles de seres humanos quedaron bajo los escombros en la Ciudad de México y la sociedad se organizó para rescatar a vivos y muertos; hoy nos mata la locura de los violentos —de la que ni ellos escapan— y no deben quedar adormecidas nuestras virtudes cívicas.

El odio y la “justicia revolucionaria” podrán explicar la brutalidad de mi secuestro, pero el de 43 normalistas, como el de los más pobres que viajan en La Bestia, solo la demencia criminal los puede causar. ¡Deben regresarlos!, ¡deben regresar! La libertad de esos muchachos también será en beneficio de ustedes, los hijos de los secuestradores; porque si la justicia y la paz no llegan para todos, para nadie llegarán. 

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