La ley del pobre

Todos hablan muy mal de la corrupción y muy bonito de la dignidad, pero hay que ver qué clase de dignidad puede pagarse quien a diario soporta menosprecios, afrentas, vejaciones y el látigo tenaz de la vigilia.

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“La policía… siempre en vigilia”, rezaba el aforismo de los Polivoces que ya hace varias décadas dejaba caer el índice en mitad del renglón. Hay quienes piensan, no sin algún resabio confesional, que los mexicanos tenemos la policía que nos merecemos. Los números, no obstante, apuntan a una conclusión más simple: tenemos los gendarmes que pagamos.

Nadie quisiera ser atendido por un mal doctor. Menos aún por otro cuyo negocio fuese conservarle enfermo (que por cierto los hay y no son pocos). Se prefiere, cuando hay, gastar un tanto más, a cambio de afligirse un poco menos. O en su caso peregrinar en busca de “opiniones” que puedan merecer algún respeto. Todo excepto dejar nuestra supervivencia en manos de personas indignas de confianza. Y si bien menudean los santos abnegados que se dejan la piel en salvar vidas a cambio de un salario miserable, lo que el paciente espera no es que quien le abra el vientre sea un héroe, sino un profesional.

En términos estrictamente prácticos, la protección de nuestra salud está no solamente en manos de los médicos, sino asimismo de los policías. La gente se practica chequeos médicos que permiten monitorear y combatir a tiempo dolencias que aún no se han manifestado, pero hay que ver qué clase de profilaxis permitiría prever y acaso disminuir la probabilidad de un plomazo en la nuca, un atropello impune, un pulgar amputado por unos cuantos pesos.

Aprendemos, de niños, que el policía está ahí para ganar medallas por su valor. Los concebimos férreos y desinteresados, íntegros e inflexibles, como serían los mismísimos ángeles si tal fuese su chamba terrenal. Luego, ya en el camino, se enseña uno a perderles el respeto, cuando no a detestarlos igual que a criaturas del infierno cuya misión consiste en atracarle, chantajearle, calumniarle, golpearle o enjaularle por sus lampiñas barbas. Admitimos, al fin, que el guardián de la ley sea prócer o monstruo, superhombre o villano de historieta, pero jamás gente de carne y hueso. ¿Quién le manda meterse a policía?

Da grima ver doctores mal pagados, tanto como hospitales mal equipados o moribundos desatendidos. Y si parece un crimen que el médico explotado regatee por ello devoción a su oficio, no menos criminal tendría que ser cicatear un salario decente y atractivo a quienes viven de conservarnos vivos. Una encomienda plena de sacrificios que no por fuerza cumplen los doctores, y cualquier día, insisto, aterriza en las manos de la gente de azul.

Sería pertinente y acaso saludable preguntarse, así fuera por mera ociosidad, cuánto cobraría uno por hacer el trabajo de un policía. Un salario que hiciera redituable, o al menos tolerable, la joda de vivir arriesgando el pellejo por quienes rara vez te lo agradecen, y al contrario: te miran por encima del hombro, como a una subespecie sin rostro ni opinión, ni derecho a la mínima confianza.

¿Quince mil pesos al mes, por ejemplo, algo menos del doble de lo que gana hoy la mayoría? ¿No es todavía un abuso, siquiera por tratarse de un objetivo militar del hampa? ¿Veinte mil, veinticinco? Parece poco aún, aunque cada vez menos un insulto. ¿Algunos incentivos, además? ¿Cuánto será bastante para dar y exigir respeto al uniforme, y entonces sí indignarse hasta el soponcio por la avidez extrema del corrupto o la falta de oficio del inepto?

Me pongo ahora en las chanclas del malandro. Si mi negocio está en quebrar la ley, encuentro conveniente que a sus centinelas se les pague tan poco que no puedan rehusar mis pequeñas ofertas solidarias. Me será útil, de paso, que nadie los respete. Que aparezcan en prensa y televisión desarmados, golpeados y humillados por gañanes impunes e impertérritos. Que no sepan reunir pruebas y requisitos para integrar una averiguación, de manera que ni cayendo preso me pueda hacer la ley más que cosquillas. Que antes que policías sean el hazmerreír de una ciudadanía habituada a rascarse con sus uñas.

En otras latitudes, el uniforme azul es en tal modo respetado y codiciado que sólo una espartana minoría consigue hacerse con la distinción. Con esos policías no se juega, y si acaso se les quiere comprar hay que correr el riesgo, usualmente muy alto, de ir a dar a la cárcel en el intento. Su ocupación jamás los hará ricos, pero el oficio incluye otras retribuciones, como sería el orgullo de no necesitar del dinero de nadie para mirarse plenamente compensados. O el simple privilegio de contar de antemano con el respeto ajeno, en especial el de los criminales.

Me cuesta imaginar, de vuelta en el paisaje nacional, quién osaría anhelar un trabajo tan pobremente retribuido y con seguridad aún más riesgoso que el de sus adversarios en la industria del hampa, que para colmo suelen mandarse solos, holgazanear mañana, tarde y noche y percibir ingresos incomparablemente superiores. Todos hablan muy mal de la corrupción y muy bonito de la dignidad, pero hay que ver qué clase de dignidad puede pagarse quien a diario soporta menosprecios, afrentas, vejaciones y el látigo tenaz de la vigilia. Y tampoco parece precisamente digno reconocer que vive uno en sus manos. ¿Pobres de ellos, por fin, o pobres de nosotros? No encuentro diferencia, la verdad.

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