Credibilidad prófuga

Quien gana las elecciones no tiene interés ninguno allende la obtención de la mayoría de votos, y la principal preocupación frente a los actos de corrupción es que éstos nunca sean reconocidos oficialmente y queden impunes.

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Algunos criterios políticos de gran importancia para el sostenimiento de un régimen se han ido disolviendo en el pragmatismo de los nuevos gobernantes.

En la prehistoria de la democracia, en 1976, cuando López Portillo ganó la elección sin oposición formal y con más del 95% de los votos, todas las alarmas del sistema se encendieron. Era evidente que esa votación no reflejaba el grado de aceptación del candidato, sino el nivel de rechazo a las elecciones como medio para designar gobernantes.

La legitimidad del sistema mostraba su agotamiento, llevando a decisiones de Estado tan definitivas que, un cuarto de siglo después, significaron la salida del PRI de la Presidencia. No se trata de que la clase política de entonces estuviera formada por demócratas, muy por el contrario, pero dentro del régimen autoritario se distinguía con claridad la necesidad de un consenso social que permitiera su continuidad.

En la crisis de legitimidad, esa clase política apostó a su supervivencia abriendo nuevas vías a la oposición, intentando ganar consenso sin soltar el gobierno, pero aceptando el riesgo de hacerlo. Cosas semejantes se podían observar en otros terrenos, como la impunidad y la corrupción, derechos de la cúpula gobernante que, cuando amenazaban su credibilidad, eran limitados por el presidente en turno, llegando eventualmente a los castigos ejemplares.

Estas condiciones se han perdido. En el nuevo contexto de elecciones competidas y democratización de la impunidad y la corrupción, uno de los efectos de la disolución del poder monárquico del presidente es el desprecio absoluto por la reprobación social hacia los abusos del poder.

Así, quien gana las elecciones no tiene interés ninguno allende la obtención de la mayoría de votos, y la principal preocupación frente a los actos de corrupción es que éstos nunca sean reconocidos oficialmente y queden impunes.

No hay reglas democráticas que sustituyan las capacidades extraordinarias de control presidencial características del viejo régimen.

Casos como el de Humberto Moreira o la Estela de Luz son emblemáticos de la nueva dinámica: lo que importa es que sea oficial que no hubo actos ilegales, no lo que a la vista de la población resulte evidente. La credibilidad ha dejado de importar.

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