Cuando torturamos

Cuando aceptamos la tortura nos hacemos parte de un mecanismo de abuso criminal cuya sola existencia es una vergüenza social.

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El video de tortura de una mujer a manos de policías y militares, recientemente difundido, es impactante por varias razones: evidencia el rutinario uso del suplicio para obtener confesiones; ilustra cómo el descrédito por el ejercicio de la fuerza del Estado se alimenta cotidianamente en su abuso; hace patente la vulnerabilidad de la población frente al poder y la impunidad con que se cubre; amén de exhibir que, en materia de tortura, la condición de género no excluye ni a víctimas ni a victimarios.

Sin embargo, lo más aterrador de esta grabación lo encuentro no en ella, sino en el efecto que tiene en muchas personas, que rara vez se manifiesta públicamente, pero que se expresa ampliamente en la privacidad: la convicción de que el tormento es un recurso legítimo en el combate a la delincuencia. Esta concepción se expresa en el rechazo a que los derechos humanos sean reconocidos a presuntos criminales y se extiende a la aprobación de linchamientos y del ejercicio de la justicia por propia mano.

La filmografía norteamericana, con especial fuerza después de los atentados de 2001, genera, industrial y sistemáticamente, argumentos de legitimación de la tortura y el asesinato: se despelleja a un secuestrador para que revele el sitio donde esconde a la linda niña güera, se asesina a un deficiente mental psicópata porque esos de los derechos humanos no permiten que se le ejecute o se celebra la violación rutinaria de encarcelados por delitos sexuales. El mensaje se reproduce incesante desde las más tiernas películas infantiles. Estas inverosímiles imágenes dan refugio emocional a los agobiados por la impunidad de la delincuencia, y les ofrecen una solución lógica, simple y eficaz para acabar con aquéllos.

La realidad, sin embargo, es mucho más dura que la imaginación. Más allá de su inaceptabilidad ética, la tortura y otras violaciones de los derechos humanos se ejecutan, fuera de las fantasías de Hollywood, en la inevitable incertidumbre. Su víctima puede ser culpable de lo que se le acusa. O no. El torturador puede buscar el fin superior de la justicia. O un chivo expiatorio. La confesión existirá. Que sea cierta es otra cosa.

Cuando aceptamos la tortura nos hacemos parte de un mecanismo de abuso criminal cuya sola existencia es una vergüenza social.

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