De blasfemos y matones

Quienes van a la guerra encapuchados y atacan en manada y por sorpresa son antes linchadores que luchadores, traidores que cruzados, cobardes narcisistas que valientes suicidas.

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Cobardes somos todos, en alguna medida, pero siempre hay niveles que sorprenden. Es como las mentiras: no se trata de ver si somos mentirosos, sino sólo qué clase de mentirosos. Y así como hay mentiras calumniosas e infames, abundan los cobardes criminales. Gente que encima se las da de valiente y con algo de suerte nos perdona la vida. Gente que insulta, agrede y amenaza —cuando no lincha o clama por la hoguera— desde el sano confort del anonimato, y cuyos héroes son también cobardes. ¿Hace falta agregar que están de moda?

El problema de que un vicio nocivo se nos ponga de moda está en que cada día le sorprende a uno menos su presencia, misma que en otro tiempo le pareció apestosa. De niños, por ejemplo, nos enseñó la Historia frases tan luminosas como aquella de “los valientes no asesinan”, pero en tiempos recientes tal parece que sobran los atenuantes para la cobardía criminal, tanto así que de pronto se le confunde con arrojo sin que haya algún valiente que respingue.

De todos los gallinas, no hay uno más miedoso que el que apuesta por hacerte callar. Todo ese show de bravuconería santurrona y palurda es también la expresión de sus complejos y la medida de su fragilidad. Si el valiente triunfa sobre sus miedos, el cobarde en acción se impone a sus escrúpulos, y tampoco es que le cueste trabajo. Ya se sabe que atrás de cada pusilánime se agazapa un traidor en potencia. Por eso, entre otras cosas, los asesinos tienen la bien ganada fama de cobardes; más todavía si obran enmascarados y a costillas de gente indefensa.

La esperanza más boba del miedoso consiste en creer que haciendo concesiones va a quitarse de encima al bravucón. Pues más pronto que tarde ocurre lo contrario y el abuso se vuelve tiranía. El gran cobarde exprime al cobardón hasta el final de sus capacidades, y como es natural le exige que se calle, toda vez que su idea de respeto no incluye forma alguna de reciprocidad.

¿Y hay acaso expresión más grosera de poder arbitrario y humillante que exigir el respeto unilateral?

No es un asunto de usos y costumbres. Me da lo mismo, al cabo, si la mujer del vecino de enfrente se tapa los tobillos o se destapa el culo por motivos sagrados o mundanos. Supongo que es asunto de ellos dos. Me inquieta, sin embargo, y de hecho me encabrona sobremanera, si me entero que un par de hijos de puta le han rebanado el clítoris a su bebé para no despertar la ira del Altísimo. ¿O debería hacerme el desentendido “por respeto a las prácticas ajenas”, como tantos cómplices silenciosos?

Da risa, amén de horror, escuchar a personas que uno creía sensibles e inteligentes equiparar “blasfemia” con asesinato y culpar a las víctimas del terrorismo beato por la ira sanguinaria del verdugo. Creen, a todo candor, que su falso respeto los hará respetables ante quienes los declaran infieles, y en consecuencia indignos de vivir. Se diría que no ven más los límites entre neutralidad y colaboracionismo.

Pero no es la blasfemia, whatever-that-means, sino la cobardía lo que niega el derecho a la existencia. O eso al menos teme uno, si acaso fue rajón y no supo imponerse a sus flaquezas. El terrorista cuenta con el medroso cual si fuese un aliado incondicional, aunque igual lo respete aún menos que al blasfemo, que cuando menos muestra madera de adversario. ¿Quién va a dar diez centavos por la sinceridad de una víctima siempre tolerante?

La cobardía moderna comienza por el miedo a opinar. Vigilado por tantos inquisidores como miedosos hay en derredor, quien se resiste al eco del rebaño corre el riesgo de ser excomulgado por la suprema corte de la hipocresía. ¿Tengo que reservarme mi opinión sobre quienes proclaman que mi muerte violenta o la de cualquier otro hereje inevitable puede ser su boleto a utopías históricas o ultraterrenas? ¿Soy acaso abusivo o blasfemo o malvado o grosero si opino que se trata de prédicas perversas y ridículas? ¿Mereceré castigo si le cuelgo un apodo al bravucón y en una de éstas hiero sus sentimientos? ¿Me ganaré el Infierno si me gana la risa?

Nunca es lo mismo lucha que linchamiento. Quienes van a la guerra encapuchados y atacan en manada y por sorpresa son antes linchadores que luchadores, traidores que cruzados, cobardes narcisistas que valientes suicidas. ¿Qué más es el suicidio del asesino, si no el camino raudo para no dar la cara por sus actos? Y esa la última moda: esconderse, cubrirse, enmascararse, echar la culpa al otro de lo que uno hace y jurarse indignado en consecuencia.

Sabe uno que es un gran cobarde el victimario por su talento para victimizarse. Le asquea toda forma de compasión, pero es capaz de hacer sollozar a una piedra cuando se trata de inspirar piedad. Está en sus estrategias de combate, tanto como en la lógica de sus simpatizantes y promotores. Emplear la buena fe del enemigo como arma subrepticia para erradicarlo: nada que un cobardazo no sepa cómo hacer. 

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