Doña Neri y...

Hoy te voy a hablar de dos personajes y un cinema de barrio.

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Me quedaste a deber viejo, le dije al artrítico. Quedé picado con tus relatos de la semana pasada. Sobre todo porque me dijiste que habría más qué contar. Así que desembucha. Da los cafés,  no seas cocoyol, me replicó. Al menos para que nos sentemos en algún lado y podamos platicar a gusto. Ya me cansé de estar parado y me está matando la rodilla (su reumática izquierda).

Caminamos un poco y encontramos cerca del Centenario una de esas tiendas que surgen como hongos tras una lluvia y que no se por qué carajos les llaman “de conveniencia”. Compramos dos americanos (o algo parecido al caldo de calcetín que dicen que es café “de altura”, aunque nada qué ver), ocupamos una mesa  y me dijo: Hoy te voy a hablar de dos personajes y un cinema de barrio.

El primer personaje, dijo mientras sorbía ruidosamente, cual es su mala costumbre, el líquido oscuro y humeante que dicen que es café, es una mujer. Se llamaba doña Neri y a mí, chamaco como era, me parecía enorme. Una de esas señoras que imponen con su presencia. Hasta donde recuerdo era enfermera y todos los días la visitaba un señor de traje de lino café que llegaba en un fotingo. Se presentaba al mediodía y se iba entrada la tarde.

En ese lapso, las puertas de la casa se cerraban para los niños del vecindario que solíamos meternos a jugar al patio lleno de árboles frutales. Era médico, y de los buenos. El me curó un tic con unos ejercicios que me hizo practicar. Doña Neri era la rica de la cuadra y a mis papás, que nunca tuvieron ni siquiera lo suficiente, los ayudó muchas veces. Uno de sus hijos, que era mayor que los niños de la calle, nos enseñó a tirar con tirahule, a ordeñar vacas en un cercano establo de chinos (aprendimos hasta a prendernos de las ubres y tomar directamente del pezón el cálido chorro) y a caminar por el monte. Todos lo veíamos con admiración, como un hermano mayor.

El segundo personaje era un ex boxeador. Se llamaba Víctor Manuel Quijano y fue campeón nacional de peso pluma. Cuando regresó de la ciudad de México, donde hizo su carrera, puso un molino y tortillería. No obstante lo rudo de su profesión, era la bondad personificada. Andaba en moto y él personalmente se ocupaba de todo en el negocio. Para mí, era un gigante musculoso siempre peinado con vaselina y con un diente de oro que parecía ser su lujo porque vivía mostrándolo con amplia sonrisa. Cuando pasaba por la puerta de las casas, saludaba a las señoras con educados buenos días, buenas tardes o lo que correspondiera. Dicen que fue uno de los grandes del boxeo yucateco. Hoy no se oye hablar de él.

El cinema se llamaba Cocalitos y era un corredor sin techo, con sillas de madera y una pantalla que era una sábana vieja y a la que el viento mecía a su antojo. Allá vi películas que hoy llaman clásicas del cine mexicano, con Pedro Infante, Jorge Negrete, Santo el Enmascarado de Plata y hasta un insólito Mauricio Garcés como pistolero de un churro nacional imitación western.

Al viejo ya se le empezaba a quebrar la voz y humedecérsele los ojos, así que mejor le dije: Ya vámonos, y salimos no sin antes musitar ambos:  Sic transit gloria mundi.

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