¿Dónde están los mayas?

Un profundo racismo impide identificar a los mayas actuales con el pueblo que entendía de matemáticas y astronomía.

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Cuando Erick Quesnel -a la sazón maestro de Materialismo Dialéctico en mi primer año como alumno de la todavía Escuela de Antropología- lanzó esa pregunta, simplemente no la entendí. Y cuando vi las caras de reflexión de algunos de mis compañeros supe que ellos sí habían entendido y me sentí muy tonto. Confundido y titubeante perseguí una tenue luz que apareció en mi cabeza y entre balbuceos dije algo así cómo: “Em... pues... ahí, están, afuera...”.

No sin cierta decepción por no haber obtenido una respuesta más ilustrativa, mi profesor me explicó que para la mayoría de las personas -incluyendo seguramente a algunos de mis condiscípulos reflexivos-  los jardineros, conserjes, trabajadoras domésticas y demás braceros yucatecos no son Los Mayas, sino sus descendientes.

Desde ese momento he puesto a prueba la hipótesis en numerosas ocasiones, con resultados deprimentes: en efecto, la inmensa mayoría de las personas reconoce en los indios mayas contemporáneos un vínculo biológico y cultural con Los Mayas tan tenue como el que la población mestiza y criolla se reconoce con, por ejemplo, los griegos.

Un profundo racismo impide identificar a los mayas actuales con el pueblo que entendía de matemáticas y astronomía, entre otras ciencias, lo suficiente como para construir monumentos y predecir eclipses, justo en la misma época en que los ancestros de los conquistadores pensaban que esos fenómenos eran augurios del fin del mundo y huían de osos para salvar la vida.

El elemento central del racismo es no reconocer a otros las mismas capacidades, derechos y dignidad que a uno mismo. No es un problema de concepciones personales, pues marca la actitud y el trato entre unos y otros integrantes de la sociedad y, en no pocos casos, se traduce en actos de autoridad y hasta políticas públicas.

En el caso de Yucatán, sus efectos son aún más graves, pues el desprecio a lo indio, a lo maya, es una actitud de franca autolaceración.

Despreciar lo indio es despreciar precisamente el elemento fundamental de la particularidad cultural de Yucatán, de la que tan orgullosos solemos sentirnos.

Y no me refiero sólo a la maya viva, que está en nuestro español de todos los días, a nuestra cocina o al hipil.
Me refiero sobre todo a la cultura de la convivencia pacífica, rasgo que sí nos hace diferentes de otros estados, y que tiene sus raíces en la cultura de estos indios vivos.

Los mayas están acá. Afortunadamente.

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