El cacique…

Don Eufemio Lastra Aguirre se había aliado a la dictadura porfirista que le había dotado canonjías de poder

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Don Eufemio Lastra Aguirre se había aliado a la dictadura porfirista que le había dotado canonjías de poder, para adueñarse de enormes latifundios, que se medían en tres estados del sureste mexicano, donde corría su fama de hombre de pocas palabras, de órdenes temerarias, indiscutibles y desafiantes. En cada una de sus fincas “las tiendas de raya” eran el férreo control en la servidumbre. En lo politico, no había excepción; con la mano en la cintura imponía autoridades que se sometían a su poder. 

Eufemio Lastra tenía repartidos 16 hijos en toda la amplitud de sus terrenos. Mujer que le gustaba era sometida por aquel hombre que rebasaba los 50 años de edad, con un vigoroso temple. Se rumoraba que el poder que tenía provenía de un  pacto diabólico. 

Cuando estalló la Revolución, que al fin envió al exilio al dictador Porfirio Díaz, Eufemio Lastra presintió el comienzo de su decadencia. Por esos días un nuevo sacerdote llegó para hacerse cargo de la Parroquia de Candelaria, en Campeche. Su nombre: Romario Lagunes. Nacido en Veracruz, provenía de la orden sacerdotal de los jesuitas liberales.

Comenzó por crear cooperativas apícolas y parcelas agrícolas en las escuelas, a enseñar a los niños a amar la tierra. Desarrolló un amplio programa de alfabetización entre hombres y mujeres de su curía. Dio clases de primeros auxilios y combatió férreamente el alcoholismo. Fue tal su trabajo en la comunidad que en corto plazo su popularidad llegó a oídos del acaudalado Eufemio, quien satisfaciendo su curiosidad decidió visitarlo. 

Ambos se encontraron en el atrio de la capilla. Eufemio, con su característica voz de mando lo enfrentó: “mire padrecito, por estos lugares ya tenemos nuestras propias costumbres y no necesitamos que nadie venga a imponernos un nuevo modelo de vida”. El padre Romario lo escuchó con una mirada serena y atención respetuosa, contestándole con tranquilidad samaritana: “mire Don Eufemio, me he enterado de su ‘modelo de vida’, que por cierto, al único que ha beneficiado es a usted. Por ello estoy aquí, porque voy a llevar la palabra de Jesús: Amaos los unos a los otros. Y usted ha interpretado, armaos los unos contra los otros”. 

El viejo Eufemio se puso de pie, no sin antes enviarle una frase lapidaria: “lo que yo afirmo con la boca, lo corroboro con mi pistola”, al tiempo que acariciaba su revólver. 

Uno de esos días llamó con insistencia a las puertas de la parroquia, el caporal del hacendado, solicitando ayuda. Su patrón había sufrido un ataque cardiaco y pedía que lo auxiliara. El sacerdote de inmediato se trasladó a la finca de Don Eufemio. Lo primero que se le ocurrió fue inyectarle coramina para habilitarle el corazón, y aplicarle un suero fortalecedor. 

En los siguientes días, Don Eufemio se restableció hasta permitirse visitar a su salvador. Cuando lo encontró, le manifestó: “me ha salvado la vida y he descubierto lo vulnerable y efímero que somos. Quiero que cuente con mi amistad incondicional y me pida lo que usted desee”. El padre Romario, le respondió: “¿sinceramente me daría lo que yo le pida?”, y recibió un “sí” por respuesta. Prosiguió: “entonces devuélvale a los campesinos sus tierras, de las cuales les ha despojado”. 

Así fue que se dio el primer reparto agrario, en el sureste. Sin gastar una bala, ni cobrar una vida. El triunfo del bien sobre el mal.

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