El costo de la inmediatez

Internet y las redes sociales pusieron a la comunicación en manos de todos, a velocidad impensable hasta hace apenas dos décadas...

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Internet y las redes sociales pusieron a la comunicación en manos de todos, a velocidad impensable hasta hace apenas dos décadas. La capacidad de conocer nuestra realidad social y disponer de respuestas al instante ha cambiado drásticamente nuestra forma de ver el mundo y relacionarnos con él.

Hoy, literalmente no existen límites en la comunicación, ni trabas en la difusión de ideas, conceptos o teorías sobre casi todo lo que existe. Estamos conectados con todos; sorprendentemente, lo queramos o no, disponemos de una “ventana” al mundo digital que nos hace disponibles para cualquiera que toque, sin importar sus intenciones o nuestra privacidad. 

Desafortunadamente, esta última característica es el “lado oscuro” de nuestra nueva interactividad digital. No vamos exactamente sobre el punto de los peligros criminales al perder la privacidad, sino la de ser víctima de la “necesidad de inmediatez” que corroe a los usuarios de redes sociales, y por ende, a la masa influenciable que vive a expensas de lo que “digan” Twitter y Facebook. 

Si Jesucristo caminara de nuevo por la Tierra, predicaría no sólo el amor al prójimo, también la  paciencia y respeto para sus “tiempos”. Una de sus parábolas versaría sobre la necesidad de la gente por tener respuesta a sus ideas o mensajes, ignorando al mismo tiempo que su interlocutor también precisa de tal para las suyas; y el mejor objeto de estudio para su proselitismo sería WhatsApp. 

¿Cuántas veces no hemos sido víctimas de los insistentes mensajes de nuestros contactos demandando respuesta a situaciones nimias para nosotros? Esta aplicación en particular ha resultado más invasiva que el propio Facebook, pues al menos en la red social se tiene aún el “beneficio de la duda”, y el emisor no sabe si su remitente vio su notificación, dejando un cierto margen para respirar, meditar su respuesta o falta de ella. 

La popularización del WhatsApp pone en evidencia la necesidad de la gente para que alguien “escuche” sus ideas, y sobre todo, la falta de consideración hacia las de sus contactos. Sin embargo, su mayor problema radica en que estas prácticas pueden –si no es que ya-, trasladarse al mundo real, con nefastas consecuencias sociales. 

Ejemplo de estas derivaciones, la podemos encontrar en el trágico asesinato del fotógrafo Rubén Espinosa. Conocido es para el público dentro y fuera de línea, que el periodista veracruzano afirmaba ser víctima de amenazas por parte de las autoridades de su estado, por ende, se autoexilió en la Ciudad de México, donde fue ultimado junto a otras cuatro personas. 

El caso resonó en las redes sociales como el que más. Los usuarios demandaron justicia y los reclamos salieron a las calles de varias ciudades, pero, al tiempo que las protestas se intensificaron, también lo hicieron las acusaciones “al vapor”. Dentro y fuera de las redes sociales, personajes de la política, periodismo y sociedad civil, señalaron como el principal responsable -sin más pruebas que su nefastísima administración y pésima imagen-, al gobernador de Veracruz, Javier Duarte.  

Aprovechando que en estos casos el mexicano promedio demanda un responsable inmediato, los usuarios de redes sociales lograron que, el mal gobierno de Duarte, los periodistas muertos en su estado, y el sentimiento “anti-gobierno” propio del mexicano, fueran suficientes argumentos para que el público dicte, de una vez y para siempre, la culpa y sentencia sobre el asesinato del fotógrafo. 

Supuestos, conjeturas, conspiraciones y medias verdades, sustituyeron en Twitter y Facebook a la investigación forense, contaminando con ello la que resulte ser la verdad del caso, pues desde este momento, no importará quien sea el responsable material o intelectual: los usuarios de redes sociales no lo van a creer, porque ya tienen al culpable que satisface su percepción de la realidad; en detrimento de su propia imagen. 

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