El día que el viejo fue al Seguro

Debía ir para el trámite de supervivencia que se cumple cada seis meses. De su casa hasta la clínica que le tocaba eran dos camiones de ida y dos de vuelta...

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Ese día el viejo gruñón estaba de un humor de todos los diablos. Imagínese usted, si en sus ratos tranquilos era insoportable, cómo estaría aquella mañana de junio. Desde que despertó, la rodilla izquierda le advirtió con una punzada de su artritis que no sería una jornada fácil –pocas jornadas eran fáciles para él, solo como estaba  en su casa  llena de agujeros y  convertido en compendio de todos los achaques- y que mejor se fuera preparando.

Tenía que ir Seguro con escala obligada en el centro y eso le hacía hervir la bilis. Aunque ya había obtenido su credencial del Inapam –con la cual pensaba ingenuo que muchos problemas se resolverían, sobre todo el gasto en transporte-, la dura realidad lo confrontaba cuando, de pie en la esquina tenía que esperar hasta que un camionero se apiadara de él y detuviera su vehículo, porque la mayoría, si veía al viejo esperando, seguía su camino. Eso le ocurrió aquella mañana. Pasaron tres camiones y dos combis hasta que una de éstas se detuvo.

El anciano refunfuñón debía ir al Seguro para el trámite de supervivencia que se cumple cada seis meses. De su casa hasta la clínica que le tocaba eran dos camiones (o combis) de ida y dos de vuelta, con la obligada escala en el centro y una caminata de seis cuadras de ida y seis de regreso entre un paradero y otro. La rodilla izquierda lo estaba matando –menos mal que la derecha no le estaba dando problemas ese día- y, de encima, por donde tenía que pasar había cercas de maderas en varios edificios amenazados de ruina  y eso obligaba a los viandantes a caminar en el arroyo vehicular.

Cuando llegó a la clínica, vio que la ventanilla donde debía reportarse, en el segundo piso, estaba cerrada. Bajó de nuevo, con su rodilla punzándole, y una nada amable recepcionista le indicó que si se hubiera fijado, habría visto un letrero que indicaba que estaba a la vuelta. En sus adentros le recetó todo su arsenal de groserías, porque –como era chapado a la muy antigua- no se permitía faltarle al respeto a “una dama”.

De vuelta a subir y de vuelta a sufrir. Cumplido el trámite, salió en busca de su camión para repetir el largo viacrucis hasta su casa. La artritis le seguía asaeteando la rodilla izquierda.

Había pasado casi cinco horas entre ires y venires. Tenía hambre y sed. Pero finalmente podía contar con otros seis meses de su pensión ($1,550 al mes).

Algo es algo, dijo y no se olvidó de citar a su maestro de ascetismo Tomás de Kempis: Sic transit gloria mundi…

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