El día que el viejo no fue cascarrabias

El gruñón de rodillas vencidas por las reumas, que pensaba haberlo visto casi todo y creía que ya nada lo podía asombrar estaba como cascabel.

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El viejo cascarrabias se encontró un día –cuando ya sus ilusiones yacían in articulo mortis y apenas alentaban en el fondo de su roto corazón- con el amor. El engendro de otras eras quedó encandilado, sus huesos vibraron y sus entrañas se estremecieron con la nueva energía que le llegó por los medios más inesperados. No solía usar adjetivos –como buen conocedor del idioma había adoptado el lema de Lázaro Carreter: “Los adjetivos son como los alimentos chatarra, sólo engordan y no aportan nutrientes”-, pero esta vez no le quedó más remedio que usar uno: maravilloso.

Y me quedo corto –musitó avergonzado de hacer lo que siempre criticaba a quienes abusan de poner calificativos-. No es maravilloso, sino extraordinario, sensacional, enriquecedor, vitamina el espíritu. 

Cuando se encontró con su amigo de toda la vida, su compadre el doctor que era su alter ego, se lo contó y aquél le dijo: “Creo que pecas de entusiasta. Bájale tres rayitas mínimo”.

Nada que ver –replicó el viejo que ese día veía la vida con otros ojos y lamentaba tener tan mal humor que muchas veces había alejado de sí a personas que ya no lo aguantaron-.Y no es amor de un solo lado, es de dos y lo cultivan entre sí con tanto cuidado y dedicación que hasta da envidia. Imagínate que yo,  a quien hasta tú criticas por ponerle mala cara a la vida, quedé maravillado cuando lo conocí. Ilusiona, llena de gozo, comunica ganas de seguir en el mundo y pone el corazón alegre.

El gruñón de rodillas vencidas por las reumas –sobre todo la izquierda-, que pensaba haberlo visto casi todo y creía que ya nada lo podía asombrar (que acostumbraba pontificar y sermonear a los jóvenes y lanzarles filípicas y admoniciones y que pregonaba, con Jorge Manrique,  que los tiempos idos fueron mejores) estaba como cascabel. Llegó a pensar que tantas cosas buenas no podían ser verdad.

Sin embargo, la generosidad de aquel amor lo fue envolviendo y lo fue haciendo un poco menos amargado (sólo un poco, lo cual, sin embargo, es ganancia porque a quienes lo conocían de antes les parecía insoportable).  Mirarlo, disfrutarlo, seguirlo de cerca, era una inyección de energía para el alma arrugada y llena de cicatrices del anciano.

Ya no le parecía, como a Manrique, que “en este mundo traidor”… “cualquiera tiempo pasado fue mejor” y por esta ocasión no tuvo argumentos para repetir con el Kempis: Sic transit gloria mundi. Por el contrario se fue cantando: Exsultet iam angelica turba coelorum (Alégrense las multitudes angélicas de los cielos). Amén

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