En medio de alguna de sus recurrentes crisis en los medios, le dije a la maestra Elba Esther Gordillo que era un personaje que dramatizaba, polarizaba, un símbolo de oprobio para muchos. Corría mayo, las campañas electorales eran agua hirviendo.

—¿No llegó el momento de irse, maestra?

—Me voy cuando los maestros quieran —me frenó—. Si en el próximo congreso el SNTE vota que me vaya, me voy.

El congreso tuvo lugar a mediados de octubre. Y en vez de jubilarla, el SNTE la celebró como nunca en sus 23 años de liderazgo. Elba Esther fue elegida presidenta del Consejo General Sindical para el Fortalecimiento de la Educación, cargo que ganó con 3 mil 205 votos de los 3 mil 287 posibles. Detentaría el cargo hasta octubre de 2018. Como una reina.

Escribí aquí al día siguiente del congreso (octubre 22, “Adiós quinazo a Elba Esther”) que “si en algún diseño estratégico Enrique Peña Nieto calculó la posibilidad de darle un quinazo a la maestra, más vale que borre ese archivo”.

Me equivoqué, obviamente. No imaginé que el entonces increpado presidente electo construiría a una velocidad extraordinaria un pacto con sus detractores del PRD y el PAN. Ni que la acción fundadora del nuevo gobierno fuera una reforma educativa que tocaría las correas de mando de la maestra. Ni que la maestra pasaría de una comprensible protesta inicial a la advertencia de un paro de escuelas. Ni que el nuevo gobierno se atrevería a destruirla a la primera de cambios.

El mensaje es claro: el gobierno no aceptará chantajes. Así lo adelantó el secretario de Educación, Emilio Chuayffet, un día antes de la detención de la maestra.

El sexenio ha comenzado. Parece que con un éxito para el gobierno. Parece.