El maestro

Cuando éramos niños, teníamos una especie de fascinación por nuestros maestros, para nosotros ese personaje...

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Cuando éramos niños, teníamos una especie de fascinación por nuestros maestros, para nosotros ese personaje que se paraba enfrente de un pizarrón, blandiendo un gis en la mano como si fuera una espada, representaba algo muy especial. Entre muchos de los compañeros del salón, había más de uno que soñaba con ser maestro algún día, la fascinación hacia aquella persona que nos enseñó las primeras letras, a interpretar el mundo de los números y a conocer la historia, nos parecía sacado como de alguna especie de cuento.

No había entonces una Comisión de los Derechos Humanos que nos defendiera de un maestro estricto y gruñón, ni los padres eran tan quisquillosos como ahora; al contrario, nuestros papás nos encargaban con los maestros e incluso les daban permiso de que si nos portábamos mal, nos pusieran algún correctivo ejemplar. En una palabra, ningún padre se molestaba si algún maestro ejercía su autoridad dentro del aula y se hacía respetar por los alumnos, eran muy respetados y su palabra era casi ley, sobre todo en las comunidades rurales.

Pero las cosas han cambiado, demasiado quizás; hoy, el maestro es visto en muchos casos como alguien que no cumple su trabajo, que está más preocupado en hacer grilla, en no dar clases, en ser irresponsable con su profesión, en no respetar a sus alumnos. Pero un gran porcentaje de maestros sigue cumpliendo con su obligación. 

El problema es que como ocurre en cualquier profesión, si un maestro encarna todos estos males, la opinión pública casi de manera unánime señala: así son “los maestros”, o sea en plural, pero si esta fuera la generalidad, nuestro sistema educativo habría colapsado desde hace mucho tiempo. No, la gran mayoría de los maestros sí cumple cabalmente con su responsabilidad, se esfuerza por prepararse de la mejor manera posible, se interesa en sus alumnos y su bienestar, más allá de las aulas.

Sería imprudente decir que todos los maestros son seres impolutos, inmaculados, casi santos, pero es que nadie en este mundo puede alzar la mano para decir que tiene esas virtudes, porque somos seres humanos imperfectos, débiles, capaces de las mejores proezas, pero también de las peores aberraciones.

Ser docente trasciende al propio maestro, lo ubica en otros niveles, porque su responsabilidad de enseñar a los demás no se circunscribe a llegar al salón y como un autómata comenzar a dar clases sólo por un salario. En sus manos, tiene una materia prima maravillosa, que si es moldeada de manera adecuada, rendirá los mejores frutos, la semilla del conocimiento y los valores que siembran en los alumnos es invaluable para forjar generaciones positivas.

Nuestro Estado y nuestro país requieren de maestros dedicados a enseñar para que las presentes generaciones estén mejor preparadas, solo de ese modo es posible romper el círculo vicioso de que por falta de una buena educación, los mexicanos no somos competitivos y por tanto, no podemos encontrar un trabajo digno y menos contribuir a construir una nación fuerte y vigorosa.

A diferencia del pasado, las generaciones de mexicanos tienen hoy la obligación de prepararse no sólo para competir con otros mexicanos, la competencia es con personas de otros países que generalmente están mejor preparados porque sus sistemas educativos están diseñados para hacer frente a esa competencia global. De ahí el surgimiento de potencias educativas como Corea del Sur, Chile, Noruega y otras más, que en pocos años se convirtieron en naciones con un alto grado de calidad en sus procesos educativos.

¿Si esos países pudieron superar rezagos históricos en su forma de educar a sus niños y jóvenes, entendiendo que es a través de la educación como se puede alcanzar la superación de toda la sociedad, porque no habremos de hacerlo nosotros también? Los mexicanos somos emprendedores, trabajadores, quizá los más trabajadores del mundo, ingeniosos, creativos, inteligentes, pero aun así, no somos una potencia mundial.

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