¡El otro grito!

“El grito” no es sólo una acumulación de aire exhalada con vigorosidad cuyo sonido natural puede modificarse a placer...

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“El grito” no es sólo una acumulación de aire exhalada con vigorosidad cuyo sonido natural puede modificarse a placer; es por sobre todas las cosas un himno a la vida, pues nacemos y al respirar gritamos llorando o lloramos gritando en protesta por haber dejado de pronto, sin aviso, la cómoda, tranquila y serena habitación materna; gritamos al momento de la intimidad sexual y luego al morir desplegaremos un grito silencioso de arrepentimiento, temor o resignación.

La vida es un grito. Gritamos de dolor cuando las cosas andan mal; cuando perdemos a un ser amado o sencillamente cuando nos invade la frustración. Pero también gritamos de felicidad en los momentos más memorables de nuestra vida, al despertar, como lo hacen los monos saraguatos al estirarse; al enamorarnos, al aprobar un examen, al conseguir el trabajo anhelado o en el altar cuando alzamos la voz para exclamar con orgullo “sí, acepto”. 

Las mujeres gritan de dolor al dar a luz y los hombres, por la más mínima adversidad. Los que practican artes marciales liberan su energía a través del grito y los iracundos la retienen blasfemando o maldiciendo a todo el mundo. Los que protestan gritan consignas que llevan una dirección específica: los oídos de los que no oyen, de los que parecen indiferentes al sufrimiento o al dolor humanos.

Los que recorren las plazas púbicas o quienes ondean las roídas banderas de la igualdad republicana tienen un canto especial con matices de grito: ¡Libertad! ¡Democracia! ¡Legalidad!, a veces las tres palabras van unidas por la desgracia de la tiranía y del despotismo y entonces los hombres y las mujeres agregan: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!

El artista pinta su grito; lo canta, lo moldea, lo plasma en un trozo de papel o sencillamente lo adorna o lo disfraza con acordes musicales. En toda obra sublime habrá inmerso siempre un grito de alegría, de miedo, de rebeldía, de resentimiento, de amor, de odio que surge desde lo más profundo del alma humana. “El grito”, del pintor Edvard Munch revela con precisión las cicatrices que se llevan por debajo de la piel y que nos condenan de por vida. 

El mexicano grita una vez cada trescientos sesenta y cinco días de manera especial. Su grito es rítmico, vigoroso, contagioso podría decirse, plagado de orgullo, pero irracionalmente confuso, indeterminado y seguramente sin sentido. ¡Viva México! no es sólo una frase, es un conjunto de sonidos repetitivo, impuesto, dirigido y alentado por los dueños de la Patria, aquellos que como amos de las viejas haciendas del porfiriato, concedían a sus peones la gracia de desfogarse una vez al año -durante las celebraciones del Santo Patrono del lugar- de cantar, de bailar y de perderse en el limbo del alcohol para que al día siguiente, pasada la euforia de lanzar vivas  y aún con los efectos de la resaca, regresar con docilidad y resignación a los vastos campos de cultivo, donde se cosechaba de todo, menos libertad, democracia, igualdad y justicia. 

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