Elecciones: no tan evidente (2)

Las posibilidades de corrupción, impunidad, abuso, nepotismo, ostentación, compadrazgo y enriquecimiento no encontraron ya más límite que la prudencia de cada gobernador.

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El marcador de las elecciones estatales de hace dos semanas poco a poco está siendo asimilado por directivos y jugadores; la afición, lamentando o festejando derrotas y triunfos, ha regresado ya plenamente a la vida normal y no existe un clima poselectoral conflictivo. Unos y otros competidores valoran su condición en la perspectiva de los resultados a obtener en 2018, mientras los problemas del funcionamiento mismo del sistema político han quedado soslayados en el debate partidista y en el público. El amplio rechazo a todos los gobernadores en funciones -ninguno logró para su partido la mitad o más de los votos- es un síntoma grave del mal funcionamiento de este sistema. Me parece insuficiente la explicación de que esto se debe a distintas condiciones particulares de cada estado y de cada gobernador, incluyendo sus incapacidades y abusos. Creo que se requiere una explicación general de por qué como sociedad producimos sistemáticamente gobiernos reprobados, fallidos.

Diversos mecanismos de control político, antes ejercidos por los presidentes sin ninguna base legal, dejaron de existir con el régimen de partido de Estado, en 2000; pero no fueron sustituidos por instrumentos legales que cumplieran funciones de regulación semejantes. Los gobernadores, entre otros poderes antes sometidos en su actuación al Ejecutivo federal, se vieron libres de cualquier control. Las posibilidades de corrupción, impunidad, abuso, nepotismo, ostentación, compadrazgo y enriquecimiento no encontraron ya más límite que la prudencia de cada gobernador. Como, adicionalmente, todos fueron electos por minorías, el rechazo mayoritario a sus acciones de gobierno paralizó en gran medida el desarrollo de programas políticos, y sus esfuerzos personales se enfocaron, con regularidad, en la obtención de beneficios personales. La notoriedad de esta situación, muy clara en el nivel local, genera un natural repudio cristalizado en el voto de castigo.

Los gobiernos estatales fallidos, más allá de ser tumba de aspiraciones continuistas de jefes políticos, son un síntoma inequívoco de que el sistema político heredado del viejo régimen no funciona. Hoy es indispensable que los gobernadores estén sometidos a límites legales efectivamente reclamables por cualquier ciudadano.

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